Los próceres no son como los pintan

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Los próceres no son como los pintan

Por: jstorres
Publicado el: Febrero 2020
Ni tan guapos, ni tan altivos, ni tan galanes ni tan feos. Un panorama de cómo era la apariencia de los patriotas

Por Bernardo Vasco

Si a Bolívar lo hubieran dibujado cómo era, es decir, cómo lo veían sus contemporáneos y, más aún, como lo veían sus tropas, la iconografía oficial no lo mostraría con esa fisonomía caballeresca y casi imperial que exalta el mito.  Tendría que haber sido pintado de una de dos maneras: en forma de longaniza, como le llamaban los neogranadinos inconformes con su dictadura, o quizás con el apodo que le tenían sus soldados: culo de fierro, porque se admiraban de su capacidad para montar a caballo durante días sin descansar, lo cual -como es previsible- causó que el cuerpo de El Libertador se quedara sin sus posaderas. A lo largo de los últimos doscientos años, y según se mueva el péndulo de la política y la ideología, ha sido pintado como blanco, mestizo, mulato y hasta zambo.

¡Qué decir de otros próceres latinoamericanos¡

De Toussaint L`Ouverture, quien lideró la emancipación de Haití de los franceses, no se conoce su verdadero rostro, pero se dice que tenía pómulos salientes, narices chatas o respingonas, ojos saltones y una mandíbula inferior salida, por falta de dientes. Era tan feo que cuando el coleccionista de arte Fritz Daguillard quiso comprar una pintura del general y vio ya en sus manos la pintura, le espetó al marchante por el poco atractivo físico del héroe haitiano. Entonces este le respondió: “un hombre como él no necesita ser guapo. Solo necesita ser grande”.

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Toussaint L`Ouverture

Cuando los apodos salen de la aguda imaginación del pueblo, generalmente aciertan en las descripciones del personaje. Al general Santa Anna le decían cucaracha porque perdió una pierna en un combate y no podía caminar, como quedó inmortalizado en la vieja tonada mejicana; pierna que, por demás, sepultó con honores militares en una ceremonia al que fue invitado el cuerpo diplomático, como lo describe nuestro Gabo en el memorable discurso de aceptación del premio Nobel en Suecia, “La soledad de América Latina”.

Pero cuando los apodos provienen de la adulación casi siempre tienen el sello oficial y reconocen méritos imaginarios, frutos de la lisonja. Entre los más conspicuos de repugnante adulonería está la colección de títulos que fue acumulando el dictador dominicano Rafael Leonidas Trujillo Molina: “Generalísimo” (no era militar), “Benefactor de la Patria”, “Padre la Patria Nueva”, “Primer Maestro”, “Primer Médico” y “Primer Periodista” de la República (no era ni maestro, ni médico, ni periodista).

Si aplicamos estas alegorías a la imagen, ocurre algo semejante. Se dice que Fernando VII era tan feo que cuando María Antonieta de Nápoles lo vio por primera vez casi se desmaya. Al parecer, en la pintura que le habían mostrado antes de casarse con el monarca español éste parecía un adonis y, claro, era muy fácil dar el sí.

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María Antonieta de Nápoles

Al poderoso caudillo argentino Juan Manuel de Rosas siempre se le muestra con una gran sonrisa. Pero cuando sus restos fueron exhumados, en 1989, se constató que tenía dentadura postiza. Era tan vanidoso que pedía a sus pintores que lo dibujaran o bien con la boca cerrada o bien con una dadivosa expresión. En todo caso, se hizo enterrar con sus falsos dientes, importados exclusivamente de Inglaterra.

¿Y quién no ha visto el clásico cuadro de Manuelita Sáenz con su gran ropaje femenino, hecho por Tito Salas, el gran pintor venezolano? El problema es que Manuelita tenía algunas excentricidades; entre ellas, montar a caballo como cualquier varón y, fíjense ustedes, vestir prendas masculinas. Generalmente tenía los pantalones bien puestos, cosa que no vemos en sus lienzos.

A Pedro II, emperador de Brasil le ocurrió que se enamoró de una prima lejana suya, Teresa Cristina de Borbón-Dos Sicilias, cuando le mostraron una pintura de aquella dama, en la que se le veía alta, bella y muy inteligente, con el fondo del volcán Vesubio. Resultó que era una muchacha bajita, de rostro poco agraciado, con tendencia a redondearse y que ocultaba bajo sus enaguas un defecto físico: era coja. Se dice incluso que Pedro pensó anular el matrimonio, pero que la condesa de Belmonte, una mujer muy piadosa, lo convenció de que aquella no era manera de proceder hacia la emperatriz, aunque fuera solo bella en pintura. Visto el asunto, los próceres no son como los pintan.