El trasegar de una lengua.

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El trasegar de una lengua.

Por: jstorres
Publicado el: Abril 2018
El español es la lengua en que nos comunicamos casi 450 millones de personas en España, Guinea Ecuatorial, el Sáhara Occidental, América Central y del Sur, excepto en Brasil y las Guayanas, y en parte de los Estados Unidos y Filipinas, y que –al tiempo- está entre las cuatro lenguas más habladas en el mundo, después del chino mandarín, el inglés y el hindi.

Hay más de 5.000 idiomas y dialectos en el mundo. Algunos pertenecen a la familia de las lenguas indoeuropeas, romances, germánicas, latinas, eslavas; otros a las semíticas, sino tibetanas, mayas o aztecas… Algunos de ellos tienen más de cinco vocales y hasta consonantes “impronunciables” o desconocidas para un hablante occidental.  Otros se escriben en alfabeto latino, tamil, coreano, hebreo; en cirílico, como el ruso, ucranio, bielorruso, serbio y el búlgaro; en ideogramas, como el chino, el japonés, el coreano, el vietnamita. Unos más ni siquiera tienen alfabeto, o están en proceso de tenerlo,  como los dialectos bolivianos more, tsimane, movima, araona, cavineño y ayoreo…

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Hay otros idiomas tan raros como el suomi y letón, hablados por tres mil personas, y otros con un gran número de hablantes, como el húngaro, el checo, el polaco, el eslovaco, el esloveno, el estonio, el lituano, el letón y el maltés. Inclusive, hay lenguas “artificiales”, como el esperanto, creado por el doctor Lázaro Zamenhoff. Y hay otras, como el klingon, una “lengua” artística creada por Marc Okrand para los estudios Paramount Pictures, como “idioma vernáculo” de la raza klingon en el universo de Guerra de las Galaxias.

En fin…hay otros, como el sánscrito, de los que ni siquiera ya quedan vestigios, pero que es algo así como el “papá” de todas las lenguas del mundo; el idioma primigenio de los seres humanos.

Sin embargo, hay un idioma particular que empezó su trasegar en la historia hace más de mil años, cuando las legiones romanas abandonaron una península a la que los fenicios denominaron “spanhia”, o tierra de conejos, y que luego fue invadida por visigodos, -un pueblo germánico que huía de las huestes del  Gengis Khan, que arrasaban con Europa- , y –claro- por árabes venidos desde muy lejos, desde Siria, al mando del general Jebel el Táriq ibn Ziyad, cuyo nombre dio origen al peñón que separa Europa de África –allí por donde ingresó con sus tropas musulmanas- y que se trastocó en Gibraltar. Es el idioma español, o si lo prefieren, castellano, al que se rinde esta semana un infaltable homenaje.

Es la lengua en que nos comunicamos casi 450 millones de personas en España, Guinea Ecuatorial, el Sáhara Occidental, América Central y del Sur, excepto en Brasil y las Guayanas, y en parte de los Estados Unidos y Filipinas, y que –al tiempo- está entre las cuatro lenguas más habladas en el mundo, después del chino mandarín, el inglés y el hindi.

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El 23 de abril de 1616 está registrado en los anales de la cultura universal como una jornada fortuitamente trágica. Ese día murieron, en distintos lugares y horarios del mundo, tres íconos de la literatura: el inglés William Shakespeare, el español Miguel de Cervantes y el Inca Garcilaso de la Vega. Como ofrenda póstuma a esos grandes hombres de letras, en 1995 la Conferencia General de la UNESCO eligió al 23 de abril como Día Internacional del Libro, “considerando que ha sido, históricamente, el elemento más poderoso de concentración y divulgación del conocimiento humano y el medio más eficaz para conservarlo”.

Los hispanohablantes —perpetuos inconformes— le subimos la parada a la conmemoración, y adoptamos también esa fecha para celebrar el Día Mundial del Idioma español. Porque, ¿acaso no engrandeció sobremanera la perspectiva de nuestra lengua esa obra maestra de Cervantes que es El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, la primera novela de Occidente? ¿Acaso aquella gesta de caballería no le abrió las puertas a un romance, de origen humilde, que se batió en franca lid contra otras lenguas de la mano de Lope de Vega, Calderón de la Barca, Góngora, Quevedo, Azorín, Borges, Cortázar, Rulfo, Neruda, Mistral, Vargas Llosa y, cómo no mencionarlo, nuestro Nóbel Gabriel García Márquez, entre tantísimos otros escritores, poetas, ensayistas?

Sobre el origen de nuestro idioma concurren varias teorías. La más aceptada afirma que desciende de un proceso de depuración por el cual diversos dialectos se fueron modificando al influjo del latín y de los invasores romanos, visigodos y árabes. Se dice que hasta el griego contribuyó al «diseño» del luego llamado castellano, pues le aportó a su repertorio voces tales como huérfano, escuela y democracia. Lo cierto es que hace mil años, en el monasterio de San Millán de la Cogolla, en el antiguo reino de Navarra, un monje copista hizo sus propias anotaciones en el texto de una homilía en latín, que –al cabo del tiempo, a principios del siglo XX- don Ramón Menéndez Pidal identificó como las primeras palabras del romance que hoy llamamos castellano, y que se conocen como las Glosas Emilianenses.

¡Cómo no regocijarse ante el encanto de un romance todavía primitivo, mezcla de latín, de dialectos germánicos, de voces fenicias y griegas y, por supuesto, árabes! Quisiera compartir con ustedes el poema más antiguo que se conoce escrito en ese romance arcaico, hacia el año 1.100, y que los estudiosos denominan jarcha:

Vayse meu corazón de mib (Mi corazón se va de mí)

Ya, Rab, ¿si se me tornará? (¿Acaso se me tornará?)

¡ Tan mal mi doled li-l-habid ¡ (Tan mal me duele por el amado)

Enfermo yed, cuándo sanará? (Enfermo está, ¿cuándo sanará?)

El lenguaje es tan antiguo que, en su comparación, parece de ayer el del poema del Mío Cid. Algunas palabras árabes, como li-l habid –que se traduce como el amado- se mezclan con el romance hispánico. Y hay otros textos antiguos, como el romance del conde Arnaldos, escrito hacia el año 1.300, ejemplo de un lenguaje simple pero seductor:

Quien hubiese tal ventura, sobre las aguas de mar, como hubo el conde Arnaldos la mañana de San Juan

Con un falcón en la mano, la caza iba a cazar, vio a los lejos una galera que a tierra quiere llegar…Las velas traía de seda, la ejercia de un cendal…

En sus primeros años, aquel romance se enriquecerá con vocablos germánicos, que nos legaron palabras del ámbito militar como guerra, y tregua; con vocablos árabes, como alcahuete y ojalá (quiera Dios); italianos, como escopeta y piano; francesas, como broche, asamblea y taburete.  Sin embargo, fue en América donde nuestro exuberante idioma encontró la horma de su zapato. Tan pronto echó pie a tierra con la espada y con la cruz a cuestas, enfrentó el promiscuo asedio de las lenguas taínas, aymará, maya, quechua y guaraní. Cuando el Almirante de la Mar Oceana retornó a España, llevaba en su baúl no sólo joyas y tesoros inimaginados; también cargaba las dos primeras palabras americanas que entraron por la puerta grande al castellano: canoa y hamaca, y detrás vendrían vocablos como tomate, chocolate, aguacate, guayaba y huracán, la primera palabra americana incorporada al Diccionario de la Lengua Española.

Claro, la conquista fue traumática para los conquistados. Pero en el orden lingüístico nos dejó el saldo de la palabra, ese tesoro al que tanto le debe nuestra cultura. “Por donde pasaban, quedaba arrasada la tierra —diría de los conquistadores el gran Pablo Neruda, en su antológico libro Confieso que he vivido—. Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes. Salimos perdiendo. Salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se lo llevaron todo y nos dejaron todo. Nos dejaron las palabras”.

A los hispanohablantes nos corresponde velar por el nuestro y por su pureza, para entregárselo entero y vital a las generaciones que nos sucedan. Miguel de Unamuno lo dijo con elegancia y tino: “La sangre de mi espíritu es mi lengua y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo, que no amengua su voz por mucho que ambos mundos llene”.


Bernardo Vasco - Periodista/Archivo de Bogotá.

Fotografía: Leo Matiz/Fondo fotográfico Archivo de Bogotá.