En un día de un mes cualquiera, horas después de que las tropas conquistadoras arribaran a la isla de los indios taínos, Miguel Díaz, un joven aragonés descendiente de judíos conversos, tuvo una disputa personal con uno de los criados de Bartolomé Colón -hermano de Cristóbal- y lo hirió gravemente con su navaja. Creyendo que lo había matado, Díaz se fugó al sur de la isla en compañía de seis amigos suyos.
Ilustración: Miguel Díaz y Osema en la isla de los indios taínos.
A los pocos días, después de sortear fieras y peligros, los hombres de Díaz llegaron a las tierras de la cacica Osema y fueron acogidos por ella. Osema, de quien dicen las crónicas era una mujer bella, seductora y muy inteligente, se sintió atraída por aquellos hombres de barba, muy blancos, y que parecían ser una prolongación de esas bestias a las que los mismos forasteros llamaban caballos. Tras aprender algunas palabras castellanas y comprobar que al menos estos fugitivos sí eran muy pacíficos, Osema sintió un arrebato de seducción y se enamoró perdidamente de Díaz, a quien con el tiempo le dio dos hijos, "los primeros mestizos legitimados en América, producto de la primera historia de amor conocida entre una india y un español", al decir del historiador argentino Ricardo Herrén.
La cacica taína le contó a su amado dos secretos. El primero fue el modo como los indígenas se curaban del mal de bubas, la sífilis, que hacía estragos entre los españoles. Y el segundo, que sirvió para redimir a Díaz, fue que a 35 kilómetros de su poblado había unas minas de oro, en la región de Haína. Con esta información, Díaz retornó al asentamiento de las tropas españolas y se reconcilió con Bartolomé Colón. Y de paso, logrado el apoyo de los aborígenes por la relación amorosa de Díaz con Osema, los europeos pudieron llevar a cabo, con absoluto éxito, la conquista no solo de esta isla que hoy comparten Haití y República Dominicana, sino del resto de las Antillas y desde allí el continente americano.
Esta gesta, sin embargo, tampoco hubiera sido posible, al menos no tan fácilmente, si los españoles hubieran tenido los escrúpulos raciales de sus hermanos europeos. Como no los tenían, quizá por la convivencia casi milenaria con moros y judíos, se entregaron sin freno a la lujuria tan pronto pisaron tierra americana. Durante la campaña de México, por ejemplo, un soldado de Palos de la Frontera, de quien el cronista Bernal Díaz del Castillo dice que se apellidaba Alvarez, tuvo en tres años 30 hijos con mujeres americanas. En Chile, los hombres de Alvaro de Luna tuvieron tal desenfreno sexual con las aborígenes que hubo semanas en que parieron 60 indias de las que estaban al servicio de los soldados.
Estos episodios se repitieron a lo largo de toda la conquista. En 1495, cuando los primeros colonos llegaron a las costas de Venezuela, tras un viaje de seis meses desde España, se encontraron un pequeño poblado indígena. Pero contrariamente a lo que pudiera pensarse, no buscaron ni medicinas ni alimentos; poseídos por un extraño apetito sexual, buscaron de inmediato a las más jóvenes mujeres para calmar sus otras ansias. Como lo describió el cronista Diego Albéniz de la Cerrada, "los tercios todos regáronse por la inesperada aldea. Mas la desnudez de los habitantes los excitó en sumo grado. Aquellas mujeres eran muchas jóvenes y hermosas, aunque con piel extremadamente morena, con los pechos al aire y las partes pudorosas del mismo modo, sin la menor señal de vello. Los soldados (entonces) se sintieron fuertemente atraídos y comenzaron a meterse en el interior de las viviendas. A la mañana, la masa indígena y la masa europea se mezclaban y retorcían en la orgía placentera y bulliciosa".
En la mayoría de los casos, las mujeres indias cumplieron el papel de medio de comunicación e intercambio entre dos mundos que chocaron a partir de 1492. Las indias aceptaron a los europeos no solo porque fueron forzadas, sino, porque, en un mundo que rápidamente se aculturizó, un hijo mestizo tenía mayores posibilidades de integrarse a la nueva sociedad. En otros casos, fueron los caciques los que entregaron a los españoles a sus propias hijas. Ya fuera para calmar desatinos de los conquistadores en sus aldeas, ya para realizar alianzas con los poderosos europeos y combatir a sus propios hermanos, como ocurrió en México y Perú a la llegada de Hernán Cortés y Francisco Pizarro.
Sin embargo, y más allá de las conveniencias políticas, hubo verdaderos amores que trascendieron la relación de vasallaje que les impusieron los españoles a los aborígenes americanos. Hernando de Guevara, lugarteniente de Colón, se enamoró perdidamente de la cacica Higueymota; lo mismo le ocurrió a Vasco Núñez de Balboa con la princesa panameña Anayansi, a Cortés con la mexicana Malinche y a Pizarro con la peruana Quispe Cusi, conocida también como Inés Huayllas Ñusta, y quien era hermana de Atahualpa.
Ilustración de la Cacica Higueymota
Los descendientes de estas historias de amor de la conquista viven hoy en Europa y en América. Algunos tienen títulos de nobleza, otros trabajan en oficinas anónimas como cualquier parroquiano y la mayoría, como es de suponerse, conforma la gran población mestiza latinoamericana. Aunque la conquista de América sigue generando opiniones muy encontradas, verla desde el ángulo de una conquista amorosa plantea una interpretación que se escapa del ámbito maniqueo de malos y buenos como siempre ha sido contada.
Ilustración: Vasco Núñez de Balboa con la princesa Anayansi
En marzo de 1501, Vasco Núñez de Balboa se embarcó hacia la conquista de América. Tenía carisma, don de mando y era un excelente esgrimista. Luego de sortear diversas aventuras, en las que estuvo a punto de morir, llegó a la región del Darién y fue nombrado jefe de Santa María, la primera población fundada por los españoles en Suramérica. Algunos indios le contaron allí que en las tierras del cacique Careta había mucho oro riquezas. Tras una eficaz política de medrentamiento y de pacificación, Balboa conquistó a los aborígenes.
Aunque la toma de las tierras del cacique fue cruenta, Careta y su familia fueron tratados con gran cortesía por Balboa. "En parte por el arrepentimiento de su perfidia con el indio, pero también por la impresión que le causó una de las hijas del rey indígena", sostiene el historiador Octavio Méndez Pereira.
Careta, muy astuto, supo encauzar a su provecho el gusto de Balboa por su hija. "Un día, prosigue Méndez Pereira, Careta hizo llamar al español y le dijo sin ambages ni preámbulos: 'Señor, ¿qué ganas con tenerme prisionero aquí con mi familia? ¿Qué daño te hemos hecho? Si me pones en libertad yo te prometo cultivar el campo para proveerte de granos y vivir en paz con tu gente. Si quieres, como prenda de amistad, te doy a mi hija por compañera'".
Balboa, como también era de esperarse, analizó todas las ventajas que podían derivarse de este ofrecimiento. Y sin vacilar aceptó la propuesta. En compensación por la hija, los españoles ayudaron a Careta en la guerra que éste sostenía con otro cacique de la región, llamado Ponca. Los indios, a su vez, le otorgaron el título de Tibá o gran jefe. Aunque el nombre de la joven indígena se desconoce, los historiadores la llaman líricamente Anayansi. Según la descripción, era pequeña y tenía un cuerpo de carnes morenas, y "al caminar -dice Méndez Pereira- infundía a todos sus gestos y movimientos una gracia y sensualidad de tigresa domesticada".
Anayansi era tan joven que primero entró como sirvienta en la casa de Balboa, pero cuando pasaron los años y la niña se hizo mujer, dejó la cocina y llegó a los aposentos del conquistador como su principal concubina. Transcurrieron, seguramente, muchos años antes de que el sentimiento de veneración de la sojuzgada se convirtiera en un verdadero amor. Mientras Balboa organizaba la colonia en Santa María, Anayansi le enseñó su dialecto y aprendió de él el idioma castellano.
Pero aquel amor pronto tomó visos de tragedia. En abril de 1514, arribó a Santa María el gobernador de esos territorios, Pedro Arias Dávila, quien se dejó influir de los enemigos de Balboa y llegó a creer que éste quería desbancarlo de la gobernación. Andrés de Garavito, uno de los mejores amigos de Balboa, se unió en la patraña y trató de seducir a Anayansi para que revelara los secretos de su amado y lo traicionara. Pero ella, lejos de acceder a sus requerimientos, le contó a Balboa el plan de su amigo. Garavito, ni corto ni perezoso, desmintió entonces a la princesa india y arremetió en nuevas y más escandalosas acusaciones. Dávila ordenó el degollamiento de Balboa y cuatro de sus oficiales en enero de 1519.
En la víspera de la muerte de Balboa, Anayansi le escribió una sentida carta de amor y luego bailó para él una danza secreta del sol.
Mientras Balboa organizaba en el Darién a la recién fundada Santa María, uno de sus compañeros, Francisco Pizarro, se embarcó a la conquista del sur del continente. Los indígena le habían comentado que a muchas lunas de distancia existía un poderos reino llamado Birú o Pirú. Treinta día después de navegar sin rumbo por el Pacífico, Pizarro llegó a la isla del Gallo, enfrente de Tumaco. Para entonces había muerto gran parte de los españoles. Sin pensarlo, el conquistador trazó una raya en la arena y desafió a su hombres: los que la cruzaran irían con él hacia un 'glorioso destino'. Trece hombres lo secundaron.
Ilustración de Quispe Cusi, el amor de Francisco Pizarro
Cuando los europeos llegaron lo que hoy es Perú, los incas estaban en guerra civil. La muerte prematura de Huayna-Capac y de su heredero creó una situación confusa y de desorden. Si bien se creía que su hijo Huascar debía ocupar el trono, tenía más probabilidades de hacerlo su hermano Atahualpa, quien había quedado al mando de las tropas imperiales. Al enterarse de esta pugna, Pizarro sacó provecho de ella: animó a Atahualpa a vencer a su hermano Huascar y luego, en solo 14 días, se apoderó del imperio.
El 15 de diciembre de 1513, los españoles se apoderaron de El Cuzco y ocuparon los templos y viviendas imperiales. Sin ningún escrúpulo, dice Herrén, los jefes españoles se eligieron princesas incas, llamadas Fustas, que en otras circunstancias solo se hubieran acostado con el propio inca". Pizarro escogió a Quispe Cusi, hija de Huayna Capac y hermana de Atahualpa, a quien bautizó como Inés.
En 1534, Inés le dio la primera hija al conquistador, a quien bautizaron con el nombre de Francisca y luego otro hijo, Gonzalo. Esta princesa inca fue el único amor de Pizarro. El cronista Juan de Atienza narra que 'la tenía en su presencia siempre, hasta cuando estaba comiendo". Aunque de la pasión de este amor no existen dudas históricas. la relación de Inés y Francisco terminó en una historia que bien podría ser de realismo mágico. Temiendo su muerte. Pizarro le ordenó a Inés que se casara con uno de sus pajes más cercanos, Francisco de Ampuere, "para que no terminara sus días como una viuda alegre".
De los amores de indias el más conocido es el de la Malinche, la traductora de Hernán Cortés, quien tenía 34 años cuando se lanzó a la conquista de los aztecas. "Era algo de poeta, hacía coplas en metro y prosa, y en lo que platicaba lo decía muy apacible y con muy buena retórica", dice el cronista Bernal Díaz del Castillo.
Entre 1517 y 1519. las expediciones lanzadas desde Cuba hacia México se habían convertido en un fiasco. Cortés, con buen tino político, se aprovechó de una expedición de auxilio enviada para socorrer al capitán Grijalba y se hizo nombrar 'capitán general'. La estrategia que usó contra los aztecas fue bien diferente: les dio muchos regalos y ellos lo retribuyeron con mantas. figuras de oro y 20 mujeres, entre ellas la Malinche, o Marina, como la bautizaron los españoles, y que se convirtió en la concubina, y traductora oficial de Cortés ante el gran Moctezuma. "La doña Marina, dice Díaz del Castillo, tenía mucho ser y mandaba absolutamente en toda Nueva España. Desde su niñez fue gran señora y cacica de pueblos y vasallos".
Sin Marina, Cortés no hubiera podido entenderse con los aztecas o con sus aliados los tlaxcaltecas. Malinchu hablaba la lengua maya de Tabasco y el náthuatl de los aztecas. Lo que en principio había sido una relación de vasallaje, también se transformó en un gran amor. Marina le dio a Cortés su único hijo, Martín, de quien hoy existen numerosos descendientes. Pero al igual que lo había hecho su primo Pizarro, Cortés entregó a su mujer a su mejor amigo, Juan Jaramillo, antes de retirarse a España.
Si los amores de la conquista fueron fingidos, eso no se sabe. Lo único es que sirvieron para hacer alianzas políticas y conquistar imperios. Balboa, Pizarro y Cortés, entendieron al dedillo esta máxima. Como no ocurre en las novelas rosas, estos amores no tuvieron un final feliz. "Con muy contadas excepciones, dice Herrén, lo que predomina en las relaciones entre conquistadores y hembras aborígenes es -desde la perspectiva de los primero- el amor carnal y la relación utilitaria, antes que el amor pasión o la devoción conyugal". Sea como fuere, en un sentido, la conquista española de América fue una conquista de mujeres, una conquista de indias. El hecho es que gran parte de la población de América Latina proviene de esos encuentros amorosos que sirvieron, más que las armas o la intimidación, para consolidar un vasto imperio donde no se ocultaba nunca el sol, como decía soberbiamente Felipe II.