Algunos de ellos, como Auguste Le Moyne o Jean Baptiste Boussingault, incluso el general Perú de Lacroix, dejaron consignados en sus memorias o libros de viajes unos muy particulares retratos de las gentes y pobladores. Tras ellos, hacia mediados del siglo XIX, llegaron unos curiosos aventureros con un nuevo invento que, finalmente, mostraron a los europeos que éstas no eran tierras agrestes ni bárbaras, y que no aquí no se vivía en una specie de páramo intelectual. Eran, por supuesto, los fotógrafos.
Causó sorpresa la noticia publicada el 22 de septiembre de 1839, en el diario El Observador, de Bogotá, que no sólo refería la magia de ese logro de la inventiva humana sino que anunciaba la llegada del barón francés Luis de Gros, quien se proponía tomar la primera fotografía de la capital, propósito que finalmente cumplió al registrar en 1842, en un placa de vidrio, la antigua calle del Observatorio.
A partir de la publicación de esta fotografía, los colombianos empezaron a tomar un gusto inusual por el nuevo invento. Eran las familias de los comerciantes, las señoras y los niños bien. Eran, en algunos casos, los parientes recién fallecidos que posaban para la posteridad con el gesto sorprendido que les dejó la muerte, y eran también los militares que buscaban un método rápido para perpetuar su imagen de próceres de nueva hora.
Los retratos fotográficos se convirtieron, entonces, en una actividad comercial que florece hasta hoy. Algunos intrépidos llevaron su talento fuera de los estudios: en los campos de batalla, en la espesura de los bosques o en los océanos. Willian Shew con su Salón de Daguerrotipos, Roger Fenton con su caravana fotográfica, o Mathes Brady con su carromato What-is-it? (¿esto qué es?) sentaron las bases de los retratos y otras fotografías de exterior.
De esos primeros artesanos de la fotografía, en Colombia, se destacaron, sin duda, Demetrio Paredes, Juan N. Gómez, Melitón Rodríguez, Julio Racines y Benjamín de la Calle, cuyas placas fotográficas se pasearon confiadamente por la geografía social de sus regiones. En cada una de ellas se refleja el deseo de mostrar su terruño con un permanente margen de sorpresa, como creando el mundo a medida que lo iban retratando. La trilla de café, los estudiantes de medicina, los músicos, los circos, las minas de oro, entre tantos temas, son recogidos por ellos de manera novedosa. El mismo hecho de acoger temas vulgares y ajenos a la fotografía colombiana de entonces constituye toda una ruptura, una toma de posición que divide en dos el quehacer fotográfico nacional.
Los retratos de Benjamín de la Calle, los cuales fueron el gran volumen de sus negativos, son retratos de cuerpo entero, hablan por sí solos, al personalizar la mirada de cada uno de los retratados. Su fuerte fue el retrato verdaderamente popular, no tuvo pretensiones de ser artista, tomó su trabajo desprevenidamente. Sus retratos son todo un viaje por las costumbres, la moda, las razas, la simbología de la ascensión social. Se retrataron notables en su estudio, como Alejandro Echavarría y Coriolano Amador; pero también encontramos el campesino descalzo y ocasionalmente disimulado por una piel que se tendía a los pies del personaje retratado.
Foto: Antigua Tumba Gonzalo Jiménez de Quesada, Cementerio Central / Fondo Urna Centenaria.