Las casas y balcones moriscos

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Las casas y balcones moriscos

Por: jstorres
Publicado el: Noviembre 2017
Los cinco mil planos de la serie “Licencias de construcción”, que se conservan en el Archivo de Bogotá, dan cuenta de cómo los espacios interiores de las casas bogotanas comenzaron a transformarse.

A pocas cuadras del Archivo de Bogotá, el capitán español Alonso de Olalla construyó en 1539 la primera casa de tapia en la ciudad; estaba ubicada en el costado suroriental de la plaza de Bolívar, en donde hoy queda el Capitolio Nacional. Siguiendo su ejemplo, Pedro Colmenares construyó el primer tejado de barro en su casa de la calle de la Carrera, hoy carrera Séptima entre calles 9 y 11… Entusiasmados con tesoros imaginarios, grandes títulos nobiliarios y una fama imperecedera, los antiguos colonizadores españoles se dedicaron con ahínco a urbanizar una pequeña villa a la que el emperador Carlos V le otorgó muy pronto el título de “Ciudad muy noble y muy leal”, por allá en 1541.

Como entre los antiguos pobladores muiscas no existía ni la tradición de construir ciudades ni casas, muy pronto la sabana de Bogotá se llenó de casas de tapia pisada, de tejados españoles de estilo mudéjar, de amplios zaguanes, dos patios, caballerizas, cocinas, cuartos para la servidumbre y, entre los más pudientes, el infaltable oratorio. A lo largo de casi trescientos años, las casas santafereñas fueron copiadas a semejanza de las que habitaban los españoles en el sur de la Península, con balcones moriscos, azulejos y fachadas y mampostería interior siempre pintadas de blanco, de un blanco reluciente.

Pero tras la Independencia, de la mano del espíritu antihispanista, se adoptaron nuevas tendencias. Vinieron arquitectos franceses e italianos que dejaron nuevos estilos, hicieron algunas fusiones sorprendentes y otras no tanto. Algunas de las antiguas casas del barrio de La Candelaria fueron demolidas para levantar edificios de marcada influencia francesa, en lo que aquí se denominó estilo republicano. Sin embargo, con la llegada del siglo XX, Bogotá cambio de tajo. Hizo su entrada  al nuevo siglo con más de 100 mil habitantes y con servicios de acueducto y alcantarillado y, por supuesto, de energía eléctrica y teléfono.

Pero estos logros del progreso, que hoy parecen tan naturales, no fueron disfrutados por todos los bogotanos de entonces. Hacia 1920, en la mayoría de residencias se usaba todavía letrinas, pozos sépticos, se cocinaba en estufas de carbón, se tomaba el agua para consumo de pilas públicas, como las de San Victorino y Santa Bárbara. Cuando no se recogía la basura ésta era arrojada a la calle o, en su defecto, a los ríos San Francisco y San Agustín. La impresión que dejaron consignadas los primeros visitantes franceses o británicos era la de que Bogotá olía a podredumbre y desechos en descomposición.

Todo este panorama cambió, no obstante, a comienzos de los años veinte, cuando las autoridades municipales –preocupadas por los efectos de las epidemias, como la gripa española, que causó la muerte a 1.500 bogotanos en un sólo mes de 1918- empezaron a exigir la construcción de ductos para transportar las aguas servidas a las cañerías del acueducto, que ya empezaba a construir la administración.

Hoy, estos y otros cambios son visibles en los más de 5 mil planos de la serie “Licencias de construcción” que se conservan en el Archivo de Bogotá, y que dan cuenta de cómo los espacios interiores de las casas bogotanas comenzaron a transformarse.  Este conjunto de documentos abarca el periodo comprendido entre 1914 y 1949 y en vista de su importancia, la Alcaldía Mayor de Bogotá invita a todos los ciudadanos, a los arquitectos e ingenieros,  y a los estudiosos de la evolución urbana, a conocer este tesoro  escondido.

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