Cuando el sabio José Celestino Mutis escribió en 1761 una carta al rey Carlos III pidiéndole su aprobación para iniciar una gran expedición botánica en la Nueva Granada, cundió el excepticismo porque se creía que ese tipo de gestiones no prosperarían en la Corte de Madrid. Pero no era tan cierto: los proyectos científicos relacionados con el conocimiento de la naturaleza eran considerados por la Corona como de su total incumbencia. En 1574, Felipe II había remitido un cuestionario a todos los obispos y autoridades de sus reinos para que hicieran una relación y una descripción de sus gentes, modos de vida y, especialmente, su fauna, flora, clima y cultivos, entre otros muchos aspectos de esas comarcas y de quienes las habitaban.
Así que Mutis encontró una respuesta favorable y acometió una tarea que habría de llevarle el resto de su vida –en realidad más de treinta años- y que hoy se conoce como la Expedición Botánica. Para muchos historiadores, la petición de Mutis a Carlos III puede ser considerada, doscientos años después, como una de las primeras manifestaciones de interés por explotar, pero también de conservar, el medio ambiente. Al tiempo, y sin proponérselo, su portentosa empresa naturalista abrió las puertas a los valores del “Siglo de las Luces” y las ideas de la “Ilustración”, cuyos efectos sobre el discurso político de los revolucionarios criollos de 1810 son innegables.
La preocupación por conocer la naturaleza del virreinato no quedó ahí. A mediados del siglo XIX, encabezados por Agustín Codazzi, Manuel Ancízar, Jerónimo Triana, y los dibujantes Carmelo Fernández y Enrique Price, la república acometió el esfuerzo de la Comisión Corográfica, una empresa similar a la de Mutis, pero que, además, consideró a la sociedad como un elemento que actuaba sobre el medio natural. Sin duda, sigue siendo el más importante proyecto científico de ese siglo.
Sin embargo, fue a partir de la primera mitad del siglo XX cuando los estudios naturalistas tuvieron su despegue definitivo con la acción dedicada y constante del padre Enrique Pérez Arbeláez, quizás más el más importante biólogo, botánico y científico. Fue él, en 1928, quien contribuyó al renacimiento del interés por los estudios botánicos, a través de sus investigaciones y de su labor docente. Pero, más importante aún, con la creación de herbarios, museos y jardines botánicos, llevó al país a concientizarse de la importancia de la conservación de las especies nativas, y de la necesidad de estudiar los efectos de las plantas exógenas.
Al establecer el Jardín Botánico de Bogotá, la ciudad y su Administración reconocieron la importancia no sólo de los esfuerzos del padre Pérez sino, por supuesto, de su prédica en favor del medio ambiente.