Hace 207 años la antigua Plaza Mayor era un hervidero de emociones encontradas. El 3 de junio de 1809, el cronista bogotano José María Caballero escribió en su diario que Santafé había amanecido inundada de pasquines que incitaban a la expulsión de unos franceses que se habían emborrachado en una casa de San Victorino y salido a las calles a lanzar vivas a Bonaparte, que había apresado al mismísimo monarca Fernando VII.
Sin embargo, otros pasquines anónimos también preocupaban a las autoridades españolas. Aparentemente habían sido escritos por estudiantes del Colegio Mayor del Rosario y del San Bartolomé, que incitaban a no pagar los impuestos reales y a apoyar, se decía, los ideales de la revolución francesa. Aquellos pasquines, audaces y temerarios, ya ponían de manifiesto las ansias de independencia. “Si no quitan los estancos, si no cesa la opresión, se perderá lo robado, tendrá fin la usurpación”.
Los santafereños tenían sentimientos encontrados. Mientras recaudaban fondos para ayudar a la guerra contra Francia, y se pagaban misas al Altísimo pidiendo protección al propio Rey, aquellos pasquines anónimos –que se habían vuelto una costumbre desde por lo menos 1793- dejaban entrever el descontento de los pobladores del reino no solo por los impuestos, que iban en aumento, sino porque la traducción de los derechos del hombre y del ciudadano había despertado en los criollos americanos el deseo de independencia y libertad. Las tertulias sociales y literarias, y las aulas rosaristas y bartolinas, por supuesto, eran conducto forzoso e indispensable del caudal revolucionario.
Como dijo Gabriel García Márquez en su memorable discurso “Por un país al alcance de los niños”, “los mestizos no estaban calificados para ciertos grados de mando, de gobierno y de otros oficios públicos; incluso no podían ingresar en los colegios y seminarios. Los negros carecían hasta de alma, y no tenían derecho ni siquiera a entrar en el cielo o en el infierno”..
Desde Santafé, los últimos tres virreyes, Ezpeleta, Mendinueta y Amar y Borbón, no cesaron de escribir cartas al rey informándole de estos sucesos, que les parecieron abominables. Se murmuraba en las calles que se pretendía implantar en el Nuevo Reino de Granada una constitución republicana como en los recién independizados Estados Unidos de América. Sin duda, la ciudad era un hervidero de descontentos.
La firma del Acta de Independencia del 20 de julio de 1810 fue el inicio de un camino tortuoso hacia la república, no exento de guerras fratricidas, de reyertas políticas y de las amenazas externas cuyos negros augurios se volvieron realidad cuando desembarcaron en la heroica Cartagena 66 buques y 15.000 solados bajo el mando de Pablo Morillo.
En nueve meses, entre 1815 y 1816, durante el periodo de la Reconquista, aquel autoproclamado pacificador hizo fusilar la friolera de más de 150 figuras notables de las nacientes repúblicas de la Patria Boba, como Cartagena, Tunja, Antioquia, Cundinamarca, Mariquita y Neiva. Pero estas muertes resultan incontables si se piensa en aquellos que perecieron como consecuencia de los crueles castigos, de las prisiones y de los destierros. En esta plaza y otras adyacentes sucumbió una generación de jóvenes románticos e idealistas, inspirados en las luces de la revolución francesa, de la que España se deshizo porque, al decir del propio Morillo, no necesitaba de sabios. Cayeron Policarpa Salavarrieta, Camilo Torres, Jorge Tadeo Lozano, Emigdio Benítez, Francisco José de Caldas, Miguel de Pombo, Crisanto Valenzuela, Francisco García, José Gregorio Gutiérrez, entre tantos otros.
Fotografías: Urna Centenaria/Archivo de Bogotá.