Los cambios ya citados –en términos generales- tenían como fundamento limitar el poder del rey y reconocer que la nación y su territorio no eran patrimonio del monarca; proponer que la soberanía, en consecuencia, descansaba en el pueblo y que este se componía de hombres libres; es decir, ciudadanos con derechos para comerciar, elegir sus gobernantes, expresar libremente su pensamiento, adquirir y vender propiedades, etc.; estos principios, que hoy se definen como liberales, quedaron expresados en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.[1]
Como consecuencia de los cuestionamientos al poder divino del Rey, las críticas a los privilegios del clero y el ocio de la aristocracia, al igual que la proliferación de ideas antiabsolutistas y las tendencias de las emergentes burguesías al establecimiento de una economía liberal, el “antiguo régimen” [2]inició su colapso. La monarquía absoluta tenía sus días contados. “Estaba minada desde sus bases”, dice el historiador Germán Mejía Pavony. “La independencia de Estados Unidos (1776), la posterior Revolución Francesa (1789) y tempranas secuelas de las anteriores, como la Revolución Haitiana (1804) o las rebeliones republicanas en Delémont (1792) o Basilea (1798), en la actual Suiza, se convirtieron en algo más que ejemplos: en un ideal y un plan de acción para muchos europeos y americanos”. [3]
La expansión del imperio napoleónico concordó con una grave crisis en el absolutismo español. Carlos IV y Fernando VII, padre e hijo, fueron puestos presos en Bayona, hecho que permitió el ingreso de las tropas francesas en España y la entronización de José I como rey de España y todos sus territorios. Lo que ocurrió en realidad es que Bonaparte, consciente de la antipatía que se profesaban Carlos IV y su hijo Fernando VII, los convenció de que se entrevistaran, bajo su patrocinio, en Bayona, sur de Francia, y allí se cumplió una de las escenas más vergonzosas de la historia de España. “El odio mutuo de los dos monarcas permitió a Napoleón obtener que Fernando le devolviera la Corona a su padre, en el entendido de que éste procedería inmediatamente, como lo hizo, a abdicar del trono español en favor del Emperador de Francia. Una vez protocolizadas las abdicaciones, Bonaparte ofreció el trono español a su hermano José, quien lo aceptó en momentos en que los ejércitos franceses completaban la ocupación militar de los principales puntos estratégicos del norte de la Península”.[4]
Mientras Napoleón se ocupaba del destino de las posesiones americanas, los españoles no se quedaron conformes. A partir del 23 de mayo de 1808 se produjeron levantamientos populares en muchas provincias y el grito de ¡Viva Fernando VII y abajo los franceses! se convirtió en la bandera que enarbolaron las multitudes para defender la Independencia nacional. Espontáneamente se constituyeron, en las Provincias, Juntas “conservadoras de los derechos de Fernando VII”, y en los campos y aldeas surgieron ejércitos improvisados, guerrillas de la gleba, armadas de viejos fusiles e instrumentos de labranza. “La rebelión se extendió rápidamente por toda la Península, sin que bastaran los regimientos franceses para reducir, a límites manejables, aquel formidable despertar de las energías de un pueblo abandonado por sus Reyes y menospreciado por sus ineptas clases dirigentes”. [5]
Napoleón no le concedió importancia a la espontánea resistencia en España y, el 6 de junio de 1808, reunió en Bayona a un numeroso grupo de nobles de burgueses españoles y ante ellos promulgó el Decreto Imperial, en el que otorgó oficialmente la Corona a su hermano José y ofreció a España una Constitución de rasgos liberales, en cuyo Título X se declaraba que “los Reyes y provincias españolas de América y Asia, tendrán los mismos derechos que las provincias españolas”.
El texto de dicho Título estaba cuidadosamente calculado para conseguir la simpatía de América, pero quizás ni el mismo Napoleón siquiera sospechó su impacto en el proceso de independencia de los reinos españoles de ultramar. El 8 de julio de 1808, eminentes personalidades hispanoamericanas firmaron en Madrid la famosa acta famosa en la que ofrecieron su adhesión y acatamiento al Rey José. En las ceremonias celebradas ese día participaron activamente varios granadinos, encabezados por el payanés Pedro Felipe Valencia, conocido como Conde de Casa Valencia, y el antioqueño Francisco Antonio Zea, quien fue comisionado para dirigir un discurso al nuevo monarca. Sus palabras dejaron entrever el impacto causado entre los americanos afincados en España las promesas liberales de Napoléon, que cayeron como anillo al dedo en las intenciones que ya tenían de separarse de la “Madre Patria”.
“Los representantes de vuestros vastos dominios de América - dijo Zea al Rey José - no contentos con haber tributado a V.M., en unión con la Metrópoli, el homenaje debido a su soberanía, se apresuran a ofrecerle el de su reconocimiento por el aprecio que V.M. ha manifestado hacer de aquellos buenos vasallos en cuya suerte se interesa tan vivamente, de cuyas necesidades se ha informado y cuyas largas desgracias han conmovido su corazón paternal. Olvidados de su gobierno, excluidos de los altos empleos de la Monarquía, privados injustamente de la ciencia y de la ilustración y, por decirlo todo de una vez, compelidos a rehusar los dones que les ofrece la naturaleza con mano liberal, ¿podrían los americanos dejar de proclamar con entusiasmo una Monarquía que los saca del abatimiento y de la desgracia, los adopta por hijos y les promete la felicidad? No, señor. No se puede dudar de los sentimientos de nuestros compatriotas - los americanos - por más que los enemigos de V.M. se lisonjean de reducirlos; nosotros nos haríamos reos a su vista; todos unánimes nos desconocerían por hermanos y nos declararían indignos del nombre americano, si no protestáramos solemnemente a V.M. su fidelidad, su amor y su eterno reconocimiento”. [6]
Aunque sectores de la nobleza y de la burguesía españolas “apoyaron” sin más remedio las posturas liberalizantes de Napoleón y los planes para el futuro de España, lo cierto es que temieron los peligros a futuro no sólo de la revolución social que ya se estaba produciendo en rechazo a los franceses en la propia península sino –especialmente- lo que pudiera ocurrir en los virreinatos americanos, en donde los criollos ya hacían casi explícitos sus deseos de mayor autonomía. En todo caso, lo primero que hacen es conformar –el 25 de agosto de 1808- la famosa Junta Central, cuya sede trasladaron a Sevilla, al sur de España, fuera del alcance de las tropas francesas. “En cierto sentido, dice el historiador Carlos Ameyda, las juntas fueron creadas para impedir que las provincias españolas peninsulares llevaran a cabo proyectos republicanos, por un lado; y, por otro, se pudiera mantener, aunque fuera en una especie de interdicción, el sistema monárquico mientras estuvieran presos Carlos IV y Fernando VII y, por supuesto, España estuviera invadida por Francia”.
El hecho es que en la primera junta se inició una lucha entre el pueblo español y “las caducas oligarquías peninsulares” al decir del historiador Vásquez Fraile, citado por Indalecio Liévano Aguirre: [7] “desde el principio se manifestaron en ella dos tendencias: una dirigida por el Conde de Floridablanca, |enemiga de reformas y partidaria del antiguo régimen, y otra, inspirada por Jovellanos, que pedía la convocatoria de Cortes. Prevaleció el primer criterio y la Junta se dedicó a publicar proclamas y manifiestos y a dar disposiciones extrañas a la guerra”. Enfrentada la Junta de Sevilla al revolucionario Título X de la Constitución otorgada por Bonaparte a España, título que reconocía a las Colonias los mismos derechos que a la Metrópoli, no tuvo más remedio que otorgar concesiones semejantes y afirmar en un célebre Manifiesto que los dominios no son “propiamente colonias o factorías, como las de otras naciones, sino una parte esencial e integrante de la Monarquía española”.[8]
Como sostiene Liévano Aguirre, sería un error suponer que la Junta de Sevilla obró sinceramente al promulgar a última hora, la doctrina de la igualdad de derechos entre los Dominios y la Metrópoli. “Esta doctrina tuvo todas las características de un simple acto de propaganda y así se encargó de demostrarlo la misma Junta en el momento en que se vio compelida a precisar la participación que estaba dispuesta a reconocer a los Dominios en el gobierno de la Metrópoli”. Cuando los americanos confiaban en que se les permitiría enviar a la Junta Central un número de representantes equiparable al de las provincias de España, dado que la población de los Dominios era igual o superior a la de la Metrópoli, sólo les reconoció una representación subalterna, que se determinó en el Reglamento promulgado para establecer las circunscripciones electorales de América. De acuerdo con dicho Reglamento, la representación total de los Dominios se redujo a nueve diputados, en momento en que las provincias de España estaban representadas por treinta y seis diputados.
“La Junta Central - dice el historiador José Manuel Restrepo - disponía que cada uno de los Virreynatos y Capitanías Generales independientes nombraran un diputado para la Junta. La injusticia no podía ser más clara; provincias pequeñas de España habían elegido dos diputados, y los vastos Reynos de América, el de México por ejemplo, que tenía la mitad de la población de la Península, solamente enviaría uno”.[9]
A los cabildos les correspondió, entonces, asumir la vocería del descontento americano por el trato desigual e injusto otorgado a los dominios españoles. Al diputado electo de la Nueva Granada a la Junta en España, Antonio de Narváez, se le encomendó que tan pronto llegara a Sevilla expresara los términos que debían servir como pauta a las futuras relaciones entre Madrid y sus virreinatos. Las instrucciones fueron firmadas por Gregorio Gutiérrez Moreno, Síndico Procurador del Ayuntamiento (Alcaldía); sus apartes principales decían:
“Que siendo el origen funesto de las calamidades que sufre la Monarquía el abuso con que se ha depositado en los Ministros toda la autoridad soberana, que han ejercido tirana y despóticamente en agravio de nuestras antiguas leyes constitucionales que lo prohiben, el Excelentísimo señor Diputado pedirá el cumplimiento de estas mismas leyes, con la protesta de que se reconoce y jura al Soberano (Fernando VII), bajo la precisa condición de que él también jura su obediencia y se sujeta a las variaciones y adiciones que el tiempo y las circunstancias hagan conocer como necesarias a juicio de las Cortes. Que éstas deben quedar permanentemente establecidas con el objeto ya indicado, constituyendo un cuerpo que tenga una verdadera representación nacional y en que se le dé igual parte a la América que a la España. Que debiendo ser una, igual y uniforme representación de ambas, no reconocerá el Señor Diputado de este Reyno superioridad alguna respecto de las de la Península; antes, por el contrario, sostendrá su representación americana con igual decoro al de la española, reclamando al efecto la pluralidad de los votos de ésta respecto de los de aquélla”.
También creyó oportuno el Cabildo dirigir una “Representación” [10]a la Junta de Sevilla y se comisionó a Camilo Torres la elaboración de este documento, conocido hoy con el nombre de “Memorial de Agravios”. Refiriéndose a la asignación de treinta y seis vocales para España y nueve para todas las colonias hispanoamericanas, que era a todas luces desigual, Torres propuso una fórmula para hacer equitativa esa representación: “…debe ir un competente número de vocales, igual por lo menos al de la provincias de España, para evitar desconfianzas y recelos, y para que el mismo pueblo de América entienda que está suficiente y dignamente representado. Los cuatro virreinatos de América, pueden enviar, cada uno de ellos, seis representantes y dos, cada una de las capitanías generales; a excepción de Filipinas, que debe nombrar cuatro, o seis, por su numerosa población, que en el año de 1781 ascendía a dos millones y medio…De este modo resultarán treinta y seis vocales, como parece son los que actualmente componen la Suprema Junta Central de España”.
Aunque el “Memorial de Agravios” no tuvo efectos políticos de importancia en su época y sólo lo conocieron contadas personas, su texto sirve, mejor que cualquier otro documento, para precisar la profundidad de los cambios que estaban operándose en el clima político de América y la altiva resolución que tenían los criollos de intervenir en el gobierno de los Dominios, alegando sus títulos de descendientes de los conquistadores y de herederos legítimos de la hegemonía que ellos establecieron sobre las poblaciones aborígenes de América, a las que miraban con mayor menosprecio que sus mismos antepasados.
Como dice el historiador Pablo Rodríguez Jiménez, [11] “desde al menos un siglo atrás, los españoles americanos reclamaban igualdad de honores y privilegios que los de la península. El memorial insiste en el hecho de que a lo largo de tres siglos América ha sido poblada por españoles, que arraigaron en estas tierras. Que su sangre y cultura permanecen, sin que se pudiera acusar de que al mezclarse con los naturales se hubiera corrompido. ¿Acaso no ocurrió igual mezcla en la avanzada de los montañeses en la península? Es por ello que Torres increpa en su memorial: “Las Américas, señor, no están compuestas de extranjeros a la nación…Tan españoles somos, como los descendientes de don Pelayo, y tan acreedores, por esta razón, a las distinciones, privilegios y prerrogativas del resto de la nación”.
En defensa de su argumento, Torres hace un análisis con elementos propios de la cultura de la ilustración: la geografía, la demografía y economía. Y como si quisiera ilustrar a la Junta Suprema, precisa que el tamaño del sólo virreinato del Nuevo Reino de Granada triplica o cuadriplica al de España. “Su extensión es de sesenta y siete mil doscientas leguas cuadradas, de seis mil seiscientas diez varas castellanas. Toda España no tiene sino quince mil setecientas, como se puede ver en el Mercurio de enero de 1803, o cuando más diez y nueve mil cuatrocientas, setenta y una, según los cálculos más altos”. En reralidad, un virreinato conformado por más de veinte gobernaciones y provincias, más de setenta villas y ciudades, más de mil aldeas, y ocho obispados eclesiásticos.
Como corolario, Torres se pregunta: “¿De dónde han manado esos ríos de oro y plata que, por las pésima administración del gobierno, han pasado por las manos de sus poseedores, sin dejarles otra cosa que el triste recuerdo de los que han podido ser con los medios poderosos que puso la providencia a su disposición, pero de los que no se han sabido aprovechar? La Inglaterra, la Holanda, la Francia, la Europa toda, ha sido dueña de nuestras riquezas, mientras la España, contribuyendo al engrandecimiento de los ajenos Estados, se consumía en su propia abundancia”. Pero cómo desconocer que para entonces las colonias eran, en cierta medida, el granero de Europa. Azúcar, cacao, añil, algodón, café, tabaco, maderas, tintes, eran enviados regularmente a la península”.
Finalmente, al cabo de un tiempo, los criollos -basándose en que el Papa había entregado las tierras americanas a los Reyes Católicos y sus sucesores, y no a España o los españoles-, se negaron a enviar diputados a la Junta de Regencia-que ya había reemplazado a la Junta Suprema inicial, y exigieron a través del Cabildo la formación de juntas de gobierno propias. El 25 de mayo de 1809 en Chuquisaca (hoy Sucre, Bolivia), o el 10 de agosto del mismo año en Quito, los americanos reunidos en los cabildos de las ciudades principales comenzaron a formar juntas autónomas de gobierno. Como asegura Mejía, “aunque la reacción inicial contra esas organizaciones fue violenta por parte de las autoridades españolas en América, lo cierto es que la fuerza de los hechos terminó por imponerse. 1810 fue el año en que por toda América, desde México hasta Buenos Aires, la autonomía frente a España tomó forma y se hizo irreversible”.
Fotografía: Pintura de Martín Tovar y Tovar
Fragmento de un retrato de Fernando VII de francisco de Goya.
[1] La Declaración de los derechos del hombre y el del ciudadano de 1789, está inspirada en la declaración de independencia estadounidense de 1776 y en el espíritu filosófico del siglo XVIII. En la declaración se definen los derechos "naturales e imprescriptibles" como la libertad, la propiedad, la seguridad, la resistencia a la opresión. Asimismo, reconoce la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y la justicia. Por último, afirma el principio de la separación de poderes.
[2] Término que los revolucionarios franceses utilizaban para designar peyorativamente al sistema de gobierno anterior a la Revolución francesa de 1789 (la monarquía absoluta de Luis XVI), y que se aplicó también al resto de las monarquías europeas cuyo régimen era similar a aquél.
[3] Revista Cambio, “Antecedentes de la Independencia”, edición julio de 2009, página 23.
[5] Ídem
[6] Ídem
[7] “Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia”, Intermedio Editores, 2004
[8] “Real Orden de la Junta Central Gubernativa expedida el 22 de enero de 1809”, en Instrucciones para los diputados del Nuevo Reino de Granada y Venezuela, Op. Cit. pp. 49-53. Esta Instrucción incluyó, además de la convocatoria, las indicaciones de cómo deberían llevarse a cabo las elecciones.
[9] Véase “La historia de la revolución de Colombia”, de José Manuel Restrepo (1781-1863). En las Biblioteca Nacional y Luis Ángel Arango se encuentran ejemplares disponibles.
[10] Véase Garrido, Margarita. Reclamos y representaciones: Variaciones sobre la política en el
Nuevo Reino de Granada, 1770-1815. Bogotá, Banco de la República, 1993.
[11] Pablo Rodríguez Jiménez. Historiador. Profesor de la Universidad Nacional de Colombia y la Universidad Externado de Colombia. La cita fue tomada de un ensayo inédito más amplio titulado “Ideas, sentimientos y emociones en el Memorial de Agravios de 1809”.