Por Bernardo Vasco / Periodista Archivo de Bogotá
Jorge Eliécer Gaitán debería ser recordado no solo porque fue asesinado, desconociendo su gestión como estadista y político, como alcalde bogotano y como ministro de Educación. Fundó la Orquesta Sinfónica, el Salón de Artes Plásticas, el Teatro de la Media Torta, las Bibliotecas Ambulantes, difundió el pensamiento social, denunció las injusticias dondequiera que aparecieron y dictó clases magistrales de derecho en los juzgados. Fue además maestro de oratoria, escribió como un escultor y vivió con pasión su vida sentimental.
Según una entrevista con el diplomático y periodista Alberto Zalamea, “no resultaba extraño que en un mismo día interviniera en un alegato judicial; preparara una conferencia académica; se reuniera con un grupo sindical; pronunciara un vibrante discurso político; se diera un paseo en su flamante Chrysler; o descansara media hora con un auténtico caviar rociado con vodka que encargaba con cierta frecuencia al almacén de abarrotes del barrio”. A quien le reprochaba su adhesión al caviar, Gaitán le respondía con una carcajada: “La revolución se hará no para quitarle el caviar a los ricos sino para facilitárselo a todos... suponiendo que les guste”.
Sin embargo, en el amor fue otro, y en la correspondencia que se conserva, y a la que Zalamea tuvo acceso, ya no es solamente el caudillo popular, el orador hechizante, el penalista decisivo, el político... sino el novio, el esposo y el padre en la intimidad de sus sentimientos. Aunque en esas cartas hay frecuentes alusiones a las manifestaciones, al foro, al Congreso, a la plaza pública y a otros escenarios en los que se movió el dirigente del pueblo, en el intercambio epistolar hay retratos psicológicos de él y de ella, y se alcanzan a evidenciar la confianza y la fraternidad entre padre e hija.
Foto: Archivo El Tiempo.
A comienzos de 1933, Gaitán conoció a la mujer que habría de acompañarlo toda la vida. Al decir de Zalamea, “un amor tempestuoso, apasionado, generoso, que comprometerá a ambos protagonistas en una lucha diaria sin cuartel y en un epistolario que refleja también el combate de dos personalidades singulares. El primer amago de este prodigioso encuentro es —y así tenía que serlo, en el marco de la sociedad politizada de entonces— un telegrama. Uno más de los centenares de mensajes telegráficos que, por medio de All Americas, Western Union y Telégrafos Nacionales, cruzan el espacio electromagnético del globo terráqueo en aquellos tiempos”. Gaitán se lo anuncia a Amparo Jaramillo por una tarjeta quejumbrosa pero imperativa:
"Gracias por tu silencio. Te ruego reclamar el telegrama y registrar tu dirección. Tuyo. Jorge". El Jaramillo es naturalmente antioqueño pero también tolimense. Amparo, desde su niñez, no ha hecho más que escuchar las leyendas —verídicas o mentirosas— sobre las guerras civiles. El verbo de Jorge (más su prestancia física) es el detonador de la pasión.
El 7 de mayo de 1933, en un papel marcado con sus iniciales J.E.G., Gaitán asegura que su silencio no puede ser tomado a olvido, pues no, "una amistad como la tuya, y una mujer a quien adornan tan sugestivas cualidades, tiene y tendrá siempre el mejor de los recuerdos de quien como yo, haya tenido la fortuna de conocerla"... Gaitán quiere confirmar en esa primera carta dirigida a "Amparito muy recordada", su próximo viaje a Bogotá. Y aunque no tiene mucho que contar asegura que "el abandono dilatado de mis asuntos profesionales me ha obligado por entero a consagrarme a ellos...antipática labor de readaptación, pero indispensable después de un viaje largo". La carta, un ceremonioso folio de buena y clara letra, concluye con un "saludo muy cariñoso de quien de verdad te estima y quiere".
La respuesta, desde Villa Carola, en el Poblado (Medellín), el 22 de mayo del 33, es rápida. Amparo no llega al tuteo pero califica a Jorge de "inolvidable amigo":
“Usted sabe cuánta falta me hace, y cómo gozo con noticias suyas para que me niegue ese infinito placer... Después que Usted se fue a Bogotá no he salido a parte alguna. En una palabra ‘vivo sin vivir en mí’. Medellín se tornó invivible. Esta vida penosa sólo se soporta en la soledad del campo...”.
Tras la confesión, el anuncio del próximo anhelado reencuentro: “pronto saldré para Bogotá en donde pasaré unos meses. Pienso telegrafiarle sobre el particular; me sería muy placentero verlo...”.
Como dice Zalamea, la correspondencia entre Gaitán y Amparo es un documento excepcional que refleja no sólo los sentimientos, los estados de alma y de pasión de los dos singulares protagonistas, en una etapa histórica del desarrollo colombiano, sino el proceso de la existencia cotidiana, su estilo, en su aproximación a los temas domésticos: “las cartas de Amparo son una prueba diaria de fortaleza, amor y lealtad.
Las de Gaitán muestran vacilaciones e inseguridades. Revelan un temperamento huraño, desconfiado y a la vez subrayan su independencia de criterio, su libertad ideológica. El estilo es el de la época. No se les puede exigir un vocabulario o una gramática acordes con el final del siglo. Se repiten como se repiten el amor o el aburrimiento”.
Amparo es una mujer de su tiempo. Le interesan la política, el diálogo, el juego, el cigarrillo, las amistades, los veraneos... Desde su punto de vista es tan moderna como Gaitán. Sin embargo, las ausencias, la inseguridad, las cartas que no llegan y las cartas de la incomprensión la agotan; y esa especie de lucha diaria contra la enfermedad (una alergia que le brota el cutis), se convierten en un calvario. La apuesta sobre su belleza termina al cabo de los años, pero cuando está lista para cosechar su victoria, es demasiado tarde...
En sus últimas cartas de 1947 y 1948, tres semanas antes de su asesinato, Gaitán reemplaza a Amparo por su hija Gloria, a la que escribe patéticas cartas que parecen el remedo de su amor: "Pobre chiquilla linda: Ojalá la vida le sea menos ácida que al padre y más justa".
El contrapunteo amoroso
De Jorge Eliécer a Amparo, en 1934:
“...Del rumbo de mi vida nada interesante tengo que decirte: el mismo batallar de siempre, las mismas cosas de todos los días. Deseando siempre acertar sin saber si acierto o no. Mi labor es casi aniquiladora, sin que pueda saber nunca si es fecunda. En veces me invade un desaliento infinito y llego a la convicción de que todo es inútil, y de que tal vez el único pecado que la humanidad no perdona, es el de obrar sin la intención de pecar...”.
“...No sé qué tiene esta tierra obscura y sin horizonte, pero lo cierto es que se traga el tiempo con precipitud alarmante, que se come la vida sin dejarnos recuerdo alegre ninguno, ni permitirnos siquiera una gentil venganza contra su tedio, como sería la de demostrarte mi devoción por medio de cartas... No sé francamente si mi vida ha sido una equivocación; si vale la pena o hay derecho a consagrar nuestra fe y nuestra devoción con desinteresado proceder, a la redención de gentes que nada entienden ni aprecian, y en un medio en donde las llamadas personas cultas se abroquelan de una virginal incultura”.
En la noche del 8 de abril de 1948, la orquesta de Álex Tovar deleitaba a los bogotanos con los estribillos de Pachito Eché, en el salón de baile del Hotel Granada. La ciudad se alistaba para inaugurar, al día siguiente, la IX Conferencia Panamericana, con la presencia del general George C. Marshall, encargado de iniciar la reconstrucción de Europa tras el fin de la Segunda Guerra Mundial.
En el hotel Claridge, en la calle 16 con carrera 4ª, a pocas cuadras de la oficina de Jorge Eliécer Gaitán, estaba hospedado Fidel Castro, en esa época un desconocido abogado cubano que se encontraba en la ciudad para asistir a un encuentro estudiantil. Bogotá se sentía orgullosa de ser llamada la Atenas Suramericana, un título que pocos años atrás le había otorgado el filólogo e historiador español Ramón Menéndez Pidal.
Al día siguiente circulaban los tranvías por las calles del centro de la ciudad, atestados de gente que se dirigía a sus trabajos y a sus ocupaciones diarias. En el café Águila, un sórdido establecimiento ubicado exactamente al frente del Palacio de la Policía Nacional, en la calle 9ª, un hombre de 26 años y 1,58 de estatura se preparaba para cometer un crimen que cambiaría la historia de Bogotá y del país, era Juan Roa Sierra.
A la 1 y 5 minutos de la tarde, en su oficina de la carrera 7ª con Jiménez, en el edificio Agustín Nieto, Gaitán se encontraba departiendo con varios de sus amigos, entre ellos Pedro Eliseo Cruz, Alejandro Vallejo y Jorge Padilla; celebraban la intervención que había realizado en la madrugada, en defensa del teniente Cortés, la cual había sido un verdadero éxito.
En su relato sobre el Bogotazo, el escritor Arturo Alape dice que Plinio Mendoza Neira, otro importante dirigente liberal y un gran amigo de Gaitán, llegó en ese momento a su oficina y lo invitó a almorzar. “Acepto. Pero te lo advierto, Plinio, que yo te cuesto caro”, dijo Gaitán al disponerse a salir, con una de sus habituales carcajadas cuando se hallaba de buen humor. Todos abandonaron la oficina, para tomar el ascensor del edificio Agustín Nieto. Al salir por el pasillo que daba a la calle, Plinio lo coge del brazo y le dice al oído: “lo que tengo que decirte es muy corto”. Plinio Mendoza sintió de pronto que Gaitán retrocedía, tratando de cubrirse el rostro con la mano. Escuchó tres disparos consecutivos. Trató de ayudarlo. Gaitán, demudado, los ojos semiabiertos, un rictus amargo en los labios y los cabellos en desorden. Un hilillo de sangre corría bajo su cabeza. (El 9 de abril: Muerte y Desesperanza, Arturo Alape).
Tras el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, Bogotá nunca volvió a ser la misma. Por sus calles dejaron de rodar los tranvías; las antiguas casas republicanas, que caracterizaban el centro de la ciudad y en las que vivían los dirigentes del país, pasaron a ser ruinas en unas pocas horas como consecuencia de los saqueos y los disturbios. El salón de baile del Hotel Granada apagó sus luces y Bogotá se llenó de humo y cenizas.
Las consecuencias no sólo se sintieron en Bogotá. En todo el país se alzaron grupos en armas que se enfrentaban por sus convicciones políticas. Con ellos se consolidó luego aquel período aciago de “La Violencia”. Colombia fue estremecida por el poder absoluto de los llamados “bandoleros”, grupos de delincuencia organizada que se formaron con los restos de exmilitantes de las guerrillas liberales y conservadoras, un período que dejó más de 200 mil muertos y cambió la configuración de la Nación.
El país quedó sometido a una violencia bipartidista, en la que se enfrentaban no sólo quienes hacían parte de las milicias, sino la sociedad en general, que se polarizó a extremos nunca vistos, al grado que los colombianos se identificaban como conservadores o liberales, para definir su propia identidad. En 1953, el general Gustavo Rojas Pinilla decretó la Amnistía General, a partir de la cual los grupos guerrilleros liberales depusieron las armas. El 17 de septiembre las tropas de campesinos entregaron al general Alfredo Duarte Blum las escopetas de fuste con las que se habían guarecido en las montañas.
Foto: Fondo Sady González / Archivo de Bogotá