Por Bernardo Vasco
Como todos aprendimos desde niños, un grupo de criollos fue hasta la tienda del español González Llorente a pedirle prestado un florero para adornar la mesa del banquete que se le ofrecería a don Antonio Villavicencio. Entonces, nos dice la historia, al negarse éste a prestar el adorno y lanzar improperios contra los americanos, se armó una trifulca en la plaza Mayor que, a la postre, concluyó con la convocatoria de Cabildo Extraordinario y el grito de la Independencia.
Sin embargo, detrás de la aparente irrelevancia de aquel suceso, que no fue más que un pretexto urdido en las reuniones clandestinas de los criollos en el Observatorio Astronómico, se escondía una profunda tensión entre los criollos y los españoles peninsulares, uno de cuyos primeros indicios se había manifestado con las protestas contra el alza de impuestos y la renuencias de las autoridades españolas a dar acceso a los criollos a los cargos de la burocracia virreinal; en lo que conocemos como la revuelta de los Comuneros, en 1781.
El resentimiento de los criollos contra los peninsulares se hizo más evidente no sólo con el incumplimiento de los pactos acordados en Zipaquirá con los líderes comuneros –Galán y Berbeo, entre los principales- que fueron ejecutados, sino porque –más importante aún- el aumento de los impuestos que impuso España para financiar sus guerras europeas, llevó casi a la quiebra a la élite criolla que empezaba a amasar fortunas de consideración con la venta del tabaco, el aguardiente y la quina. Al tiempo que familias enteras quedaban al borde de la ruina con el pago de onerosos impuestos, la propagación de las ideas de la Ilustración y del Siglo de las Luces entre los criollos fue moldeando el pensamiento de generación de jóvenes más proclives a las ideas de la república que de la monarquía.
Esa tensión entre criollos y peninsulares llegó a su punto de quiebre con los acontecimientos que sucedieron tras la invasión napoleónica de España y el envío a prisión de Fernando VII en Bayona. Un nuevo punto de descontento se dará entre los criollos, que no se sintieron representados en las juntas que se crearon en España para remplazar temporalmente el poder real. Torres escribirá, amargamente, su famoso Memorial de Agravios, que nos es otra cosa que el “reclamo dolido” de un hijo despreciado por su madre patria. Caldas dirá que los criollos eran tan españoles como los hijos de don Pelayo, el legendario héroe hispano que venció a los moros en la batalla de Covadonga.
Los hechos tomarían una dinámica impensada cuando ese mismo 20 de julio, lo que comenzó como una protesta local que buscaba mayor autonomía y representación en las Juntas peninsulares, fue tomando, lentamente, los visos de una separación cuyo camino sin retorno quedó despejado con la presurosa salida del virrey Amar y Borbón y el consecuente vacío de poder. Durante seis años, los criollos se enfrascarán entonces en esa puja y en esa pugna por imponer un sistema federal o un sistema centralista que terminará con el arribo del pacificador Pablo Morillo, quien daría al traste temporalmente con los deseos de independizarse de España. Una generación de criollos ilustrados sucumbirá ante el cadalso, y a pesar de sí mismos se convertirán en la primera generación de mártires que abonarán con su sangre la fértil tierra de nuestros sueños.
En la antigua plazoleta de las Hierbas, en la huerta de Jaime y en nuestra mítica Plaza Mayor, se levantaron junto a los patíbulos que vieron morir a la Pola, a Caldas y a Torres, entre muchos otros, los imaginarios altares en donde pagamos el precio de empezar a construir este proyecto aun inacabado de hacer nación. Y todo ello empezó aquel 20 de julio de 1810, que hoy celebramos, ¡y que concebimos como la fecha partera de nuestra historia y de nuestra nacionalidad ¡
El 20 de julio, han dicho muchos, no obtuvimos nuestra independencia. Pero sí iniciamos el camino de ese sueño libertario que se selló en los campos del pantano de Vargas el 7 de agosto de 1819, con la expulsión definitiva de las últimas huestes españolas de nuestro territorio. El 20 de julio es una fecha simbólica: es el mito fundacional de nuestra República, y marca el inicio de ese esfuerzo colectivo de generaciones de indígenas, mestizos, negros y blancos que hoy, doscientos años después, es Colombia, nuestra patria.
Nos independizamos, es cierto; rompimos el lazo colonial, y ya va siendo hora –creo yo- de que superemos antiguos prejuicios. ¡Qué le vamos a hacer! Somos hijos de conquistadores y conquistados! Por nuestras venas corre la sangre de aquella raza cósmica que tanto alabara Vasconcelos. ¡Somos hijos de África, somos hijos de Europa y somos hijos de Indoamérica! Y quizás, en este escenario de cruce de razas, culturas y tradiciones, está nuestra mayor riqueza: somos iguales en la diferencia.
Como diría Pablo Neruda de los españoles, abro comillas, “por donde pasaban, quedaba arrasada la tierra. Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes. Salimos perdiendo. Salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se lo llevaron todo y nos dejaron todo. Nos dejaron las palabras”.
Este 20 de julio de 2018 no encontraremos una mejor oportunidad para arrojar una mirada amplia y comprensiva sobre nuestro devenir. Hacer el balance de lo que hemos alcanzado, y lo que nos falta por lograr, en esos doscientos años de república, es el imperativo moral –y la tarea pendiente- para la construcción de una sociedad moderna, justa, pacífica y democrática, como la soñaron los mártires en su último suspiro.