Por Dionel Benítez Rodríguez
A comienzos de 1919 Bogotá, según el parecer de un alemán que acababa de llegar de Hamburgo, huyendo de la pobreza y la inflación que afectaba a los germanos, no era más que una ‘Ciudad primitiva’. Lo cual era cierto a medias. En aquel momento, Bogotá había hecho suyo el tranvía eléctrico, había pavimentado la primera avenida apta para automóviles que se denominaba la Avenida Colón, que comenzaba en plena Calle Real, hoy carrera Séptima, y terminaba en el monumento erigido como homenaje a la reina Isabel de Castilla (1451-1504) y a Cristóbal Colón (1451-1506), ambas imágenes esculpidas por Cesare Sighinolfi, y puestas allí en 1906 enfrente del bello edificio de la Estación de la Sabana.
La ciudad ya vivía la congestión de tener regados en sus calles más de 900 carros que destruían las losas porque todavía no se usaban llantas con neumático sino macizas, con las que desportillaba fácilmente el asfalto. En muy pocas casas comenzaba el desuso de la popular bacinilla y se comenzaba a incorporar en la arquitectura de las casas sitios adecuados para el excusado (escondido) o retrete (retirado).
Pero más allá de estos datos que describen a Bogotá había algo que se mantenía anquilosado y parecía no cambiar jamás en el tiempo: la falta de una infraestructura de carreteras. Viajar desde Bogotá hasta Barranquilla, Santa Marta y Cartagena tomaba algo más de 40 días. Si bien ya navegaban por el río Magdalena diversos bongos y barcos a vapor, que funcionaban como hoteles trashumantes, y donde lo que más se transportaba era leña, un elemento quizás más importante que los mismos pasajeros pues las calderas debían mantenerse encendidas sin cesar para hacer girar la rueda dentada que los impulsaba. Lo escalofriante es que Colombia era un país incomunicado. El correo estatal se transportaba tanto en estos buques como a lomo de recuas de mula que, además de los arrieros y sangreros para guiarlas, debían ser escoltadas por una patrulla especializada de soldados armados con viejas Winchester, usadas en la Guerra de los Mil Días, y que se encargaba de que las valijas llegaran a buen destino. Todo esto hacía del transporte de correo algo inverosímil, inadecuado y costoso para un Estado que buscaba la eficiencia, así como el sabio busca la piedra filosofal que le pondrá todos los problemas en perspectiva.
Buscando solución al problema de transporte de correo, el gobierno se enteró de que desde hacía poco más de dos años en Chile y Estados Unidos ya no se transportaba el correo en mula, caballo o barco, sino en avión, y que por este medio todo resultaba tan eficiente que una carta podía llegar –en una distancia de 200 kilómetros– en menos de un día, inclusive en cuestión de horas. Informado de estos acontecimientos, el presidente Marco Fidel Suárez expidió la resolución 34 del 27 de febrero de 1919, con la que convocaba a empresas nacionales o extranjeras para que se animaran y participaran en la licitación y conformación de una flota de aviones con suficiente capacidad para transportar el correo nacional desde cualquier punto de la geografía, desde y hacia Bogotá. Un mes después, no obstante, ningún empresario había acudido a presentar sus credenciales con el propósito de ganarse la licitación.
Sin embargo, tres grupos de 'empresarios', cada cual por su lado, se animaron al desafío. Por un lado, figuraban los antioqueños Gonzalo Mejía y Alejandro Echavarría, quienes desde tiempo atrás habían enviado a Guillermo Echavarría a París con el fin de que adquiriera, a través de Henri Farman -el famoso constructor y diseñador de aviones- dos de sus más avanzadas máquinas que cumplieran con las características técnicas necesarias para transportar correo en las tierras bravas colombianas.
Por otro lado, estaba un grupo de alemanes que desde 1909 tenía planeado crear una empresa de aviación con el fin de sacar en el menor tiempo posible las esmeraldas de las famosas vetas de Chivor y llevarlas hasta Idar en Alemania, guiados por Peter von Bauer, un conde millonario, un conde millonario en asocio con el geólogo Fritz Klein, quien había venido varias veces a esta pequeña población boyacense y le habían echado ojo al negocio. Por último, estaban los bogotanos Carlos Obregón y Mario Clopatovski, quienes tenían el mérito de haber fundado en 1916 el Club de Aviación de Bogotá. ¡Un club de aviación sin aeronaves ¡
Mientras en Colombia el presidente Suárez ingeniaba la manera para establecer el correo aéreo postal, en Estados Unidos William Knox Martin, conocido como El Intrépido, consolidaba su fama como legendario aviador junto a Gus Thor, con quien había creado una empresa de espectáculos aéreos que recorría el mundo y obtenía no solo grandes dividendos por sus presentaciones sino también grandes aplausos por sus arriesgadas piruetas aéreas. Ya había estado en Venezuela, en 1913; en China, en 1914, y en México, en 1916.
En una de esas correrías, Knox se enteró por intermedio de Carlos Obregón de que en Colombia querían establecer un servicio aéreo de correo y aceptó prontamente la creación de una aventura empresarial. Sin pensarlo dos veces, embarcó su avión en un buque de la United Fruit Company con destino a Puerto Colombia, adonde arribó el 25 de mayo de 1919 y de inmediato comenzó a ensamblar ¡él mismo! su aeronave en un hangar improvisado, a las afueras de aquel desembarcardero y pocos días después, el 12 de junio, a eso de las 10 de la mañana, realizó el primer vuelo aéreo postal en Colombia, cargando correo desde Barranquilla a Puerto Colombia y lo hizo en el Curtiss que tenía pintado en el fuselaje el nombre Jenny, en honor a su novia de ese momento. Él mismo diseñó la estampilla usada ese día para el importe y uso del matasellos.
Bogotá, ansiosa y espectante
Mientras en Barranquilla había fiesta, en Bogotá el ambiente estaba caldeado hasta la médula, pues en marzo, por razones todavía desconocidas, el presidente Suárez les había arrebatado a los sastres el contrato de fabricación de los uniformes de los soldados del Ejército, cediendo su elaboración a una factoría norteamericana, con el fin de que diseñaran en el menor tiempo posible ocho mil uniformes que se necesitaban para vestir a la tropa que participaría en las conmemoraciones de los cien años de la Batalla del Puente de Boyacá. Con esta resolución gubernamental tan absurda, al decir de los ciudadanos de entonces, los sastres organizaron una protesta en la Plaza de Bolívar el 16 de marzo, que se desmadró hasta el límite, pues la tropa acribilló a 10 sastres e hirió a otros 15.
En medio del debate de aquella masacre, el gobierno nacional -al enterarse de las proezas que El Intrépido realizaba en Barranquilla y con el fin de desviar la atención de las tensiones y protestas de los bogotanos- invitó con suma urgencia a Knox Martin para que viajara de inmediato desde Puerto Colombia hasta Bogotá, y en vez de transportar correo se integrara como acto central a la celebración del centenario. Knox receptivo, viajó de inmediato enviando su avión desarmado en un buque que literalmente se demoró 40 días desde allí hasta Flandes, lugar donde el aviador lo ensambló y le cambió el nombre de Jenny por el de Bolívar con el fin de ambientar la fiesta de la celebración. De Flandes voló el 4 de agosto y aterrizó en la pista del hipódromo del Jockey Club en Bogotá, que quedaba en la calle 39 vía a Zipaquirá, hoy Avenida Caracas. La llegada del aviador a Bogotá hizo que la virulencia de las discordias en la Plaza de Bolívar desapareciera por completo. Ahora ¡todo era aviación y espectáculo!
La gente se olvidó entonces de los ocho mil uniformes militares y se centró en el vuelo de promoción que efectuaría El Intrépido en las inmediaciones del Puente de Boyacá, en donde se había organizado una gran parada digna de las naciones más poderosas. Así, el 7 de agosto de 1919, las colinas suaves y verdes que habían engalanado ese lugar se convirtieron en un lugar desapacible e incómodo, tapado por miles de personas.
Después de este exitoso acontecimiento, Bogotá aparentemente regresó a la calma, volvieron a caminar por sus calles polvorientas los burros cargados de agua clorificada en tinajas de barro, y los vendedores siguieron surtiendo de leña a las personas de escasos recursos, que todavía seguían cocinando en fogones. La atención se centraba entonces en el siguiente vuelo que realizaría Knox Martín, ahora sí, en la capital del país.
El 11 de agosto de 1919, en lo que entonces era la finca Quiroga (hoy un barrio) decoló el avión con proa a Bogotá con el fin de sobrevolar la Plaza de Bolívar, momento cuando el piloto debía soltar una corona de laurel que -según lo sugerido- debía caer exactamente sobre la estatua del prócer que miraba hacia el Capitolio. La plaza estaba atiborrada de curiosos que jamás habían visto un avión y lo imaginaban como uno de los caballos de los siete jinetes del Apocalípsis. Cuando Knox Martin soltó la corona, el sonido que produjeron las hojas al rozar el viento a la velocidad de la caída libre, asustó a la gente que imposibilitada para el movimiento comenzó a gritar y a rebullirse a medias; hubo uno que se persignó sin quitarse el sombrero.
Arriba, entre tanto, el aviador ejecutaba sus legendarias acrobacias, como la famosa Caída de la hoja, que empeoraba el asunto: el aeroplano parecía caer del cielo e instantes antes de “chocar” contra la tierra y la multitud aglomerada emergía victorioso hacia los aires, cual ave fénix que resucitaba de la agonía. Naturalmente, pasado el susto de las gentes, Knox Martín no encontró paz ni sosiego durante los tres meses subsiguientes, pues debió realizar raids (vuelos circenses) en distintos lugares de la ciudad para satisfacer a los bogotanos. De hecho, se improvisaron cuatro aterrizaderos, hoy pistas aeroportuarias, en las haciendas Muzú, El Quiroga, El Refuegio (Fontibón) y El Perdomo, ahora convertidas en barrios.
Como colofón, la empresa que ganó finalmente la licitación para establecer el correo aéreo fue la Compañía Colombiana de Navegación Aérea, creada por los antioqueños Mejía y Echavarría, y fundada el 19 de septiembre de 1919, que fue -y que esto quede bien claro- la primera empresa comercial de aviación creada en el mundo y que desafortunadamente, tuvo muy corta vida, pero fue la primera. Así fue la historia del primer vuelo en Bogotá.
· Filósofo