Por Nicolás Pernett Cañas
Hasta finales del siglo XX, las mujeres de comienzos del siglo XIX eran recordadas principalmente como “las compañeras” de los grandes hombres que habían hecho la independencia y no como protagonistas por su propia cuenta. De modo similar, en la reciente telenovela La Pola, se continuó con la tradición de enfatizar el aspecto romántico de la vida de Policarpa Salavarrieta, como lo decía la frase de presentación de cada programa: “el amor la hizo libre”. Aunque es imposible negar el lado sentimental en la vida de cualquier persona, del presente o del pasado, este tipo de lecturas que privilegian el carácter enamoradizo de las mujeres en la Independencia le quitan luz a sus posiciones y acciones políticas revolucionarias que fueron las que realmente las hicieron libres. La Pola no solo debería ser recordada por el hombre que amó (ni tampoco por la marca de cerveza que la inmortalizó en la recordación popular como sinónimo de la bebida), sino por sus valientes acciones como espía y guerrera a favor de la causa de la libertad.
Igual fortuna ha corrido la famosa Manuelita Sanz, que cualquier persona reconoce fácilmente como “la amante de Simón Bolívar”. Nuevamente, el reconocido y apasionado romance que hubo entre la quiteña y el caraqueño es más recordado que las propias acciones de Manuelita, quien no solo fue compañera incondicional pero incondicionada de Bolívar hasta el final de sus días, sino que fue una luchadora por la libertad de las colonias españolas desde antes de conocer al general venezolano, al punto que José de San Martín le concedió la Orden del Sol del Perú en 1821 por su apoyo a la campaña independentista en este virreinato. La aguerrida Manuelita también fue reconocida por su carácter desatado y autónomo. Aunque en su época fuera vilipendiada por su espíritu libre, su apoyo a Bolívar y hasta su costumbre de vestir con pantalones de hombre, con los siglos, la figura de Manuelita se ha erigido como símbolo de la emancipación femenina por su decisión al escoger ella misma la vida que prefería. Primero al lado de un marido inglés al que fue entregada por su padre pero que abandonó sin ningún remordimiento por seguir a Simón Bolívar, y después cuando se volvió a casar tras la muerte del Libertador, sin dejar de venerarlo ni de luchar por preservar su legado, sobreviviendo precariamente con el trabajo de sus manos en la población de Paita, mientras seguía siendo instigada por los anti-bolivarianos.
Otras mujeres que también han sido recordadas como esposas, madres o hijas de próceres, merecen ser valoradas por sus propios méritos. Por ejemplo, Francisca Pietro Ricaurte, esposa de Camilo Torres, fue impulsora de una de las tertulias santafereñas de los años previos al estallido del 20 de julio de 1810, en la que se discutían los temas de actualidad en la política local e internacional y se empezaba a incubar el deseo de independencia. También albergaron en sus casas a las mentes inquietas de su tiempo mujeres como Manuela Santamaría, Catalina Tejada y Andrea Ricaurte. Si nuestra historiografía reconoce a Antonio Nariño como precursor de la Independencia por traducir un documento que no leyeron más de una docena de personas, ¿por qué no hacer lo mismo con estas mujeres que incentivaron las ideas y el libre fluir de las palabras, condiciones necesarias de cualquier libertad?
A propósito de Nariño, también es oportuno recordar la denodada labor que cumplieron su esposa y su hija, Magdalena Ortega y Mercedes Nariño, en las campañas políticas y militares del primer héroe colombiano. No solo tuvieron que defender las ideas de independencia mientras Nariño pagaba los muchos años de cárcel que le tocó pagar en su vida, sino que la propia Merceditas llegó a empuñar las armas y dar los primeros disparos en las batallas dirigidas por su padre.
Aunque se ha reconocido el papel que cumplieron las mujeres en la guerra de Independencia al acompañar a los ejércitos, preparar sus comidas y curar a sus heridos, una labor tan importante como la de cualquier general, son pocos los que recuerdan que muchas mujeres dispararon y enfrentaron las balas en las batallas, y que algunas llegaron a tener altos rangos militares, como la tunjana Evangelista Tamayo que llegó al rango de capitana y peleó junto a Bolívar en la Batalla de Boyacá. En esta misma batalla, los españoles llegaron a pensar que eran muchas más las mujeres que luchaban con el bando de los patriotas porque muchos soldados vestían ropas femeninas, después de que las mujeres que los acompañaban les prestaran sus trajes al quedar los uniformes de campaña destruidos en el paso por el páramo de Pisba.
Además del puñado de mujeres que hoy recordamos con nombre propio por su participación en las batallas y acciones de emancipación política, hubo miles que actuaron con valentía y arrojo sin que nadie después le hiciera una estatua de reconocimiento. Sin embargo, se sabe que estuvieron allí: enfrentando los cañones de la artillería española en las calles de Santafé el 20 de julio de 1810, moviéndose con las guerrillas independentistas en llanos y selvas del país, conspirando contra los gobernantes españoles en las ciudades y peleando contra el imperio y las precariedades de la guerra en el período 1816-1824.
Sin embargo, como les pasó a los indígenas y a los esclavos, las mujeres vieron su protagonismo disminuido después de que se consiguió la emancipación política. La vida en la República va a ver repetidos muchos de los comportamientos hacia las mujeres que venían desde los años de la Colonia, y si los convulsionados años que va de 1810 a 1830 vieron a las mujeres salir de sus casas y participar activamente en la vida política, las décadas posteriores van a verlas retornar hasta a sus papel subyugado y hogareño, hasta que en las primeras décadas del siglo XX, un nuevo ciclo de acciones emancipadoras volvieron a poner a las mujeres en el centro de los procesos nacionales.