“Esa modesta iglesia que aparece allí como arrinconada detrás de San Francisco, y que cuelga sus campanas de una humilde espadaña, cual si fuese el templo de una aldea, debe ser altamente venerada por todo colombiano, pues allí reposan, confundidas y olvidadas, las cenizas de nuestros mártires”, dice el historiador Eduardo Posada, en su libro Anotaciones, de 1906.
En efecto, esta iglesia es una de las más antiguas de Bogotá, y su importancia resalta por varias consideraciones:
Su fundación se remonta a los primeros días de 1546, cuando aún no existían ni las iglesias de San Francisco ni La Tercera, y ni siquiera otros edificios de piedra. Y se mantuvo intacta en su forma original hasta 1631, cuando la hermandad de la Santa Veracruz, una cofradía integrada por los primeros comerciantes santafereños, emprendió la edificación de un templo más amplio y levantó el que hoy existe. La hermandad tenía por misión principal la de asistir a todos los reos condenados a muerte, “así en la capilla como en el cadalso, y darles cristiana sepultura”, al decir de Posada. También tenía la misión de hacer las procesiones de Semana Santa y de llevar allí el sepulcro de Jesús el viernes santo.
Entre las anécdotas históricas, se sabe que de La Veracruz salió el 23 de julio de 1597 la procesión solemne que llevó a la Catedral los restos de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad, que habían sido traídos desde Mariquita, Tolima, por su albacea Lope Clavijo y que estuvieron guardados provisionalmente en esta iglesia.
Sin embargo, La Veracruz es conocida por ser el lugar donde reposan los restos de los patriotas fusilados por órdenes de Pablo Morillo.
“En los pavorosos días de Morillo y Sámano, agrega Posada, caían entonces las cabezas de los más ilustres hijos del país segadas por la cuchilla sanguinaria de los pacificadores, y la noble Hermandad velaba sus últimos momentos, recogía su postrer estertor y llevaba a guardar bajo aquellas naves los sangrientos despojos. Allí fueron sepultados todos o la mayor parte de los mártires de esos lúgubres días, y ahí duermen esperando que la gratitud nacional vaya un día a buscarlos, logre su identificación y les levante soberbio mausoleo”.
En los libros de cuentas que se guardan en el archivo de esta iglesia hay varias partidas sobre los gastos del entierro de los ajusticiados de aquel tiempo: “Por tres pesos entregados al sacristán para que pagase los peones que cargaron y enterraron a Pedro de la Lastra, Antonio Baraya y un soldado llamado Simón Talero, los que fueron arcabuceados el 20 de julio de 1816”.
De cualquier manera, y de ahí su importancia, en La Veracruz se guardan tres Cristos de gran valor histórico: uno de efigie, de marfil, cruz de ébano y guarniciones de plata, que fue de San Francisco de Borja y que tenía en sus manos cuando murió. Su nieto, Juan de Borja, quien gobernó como presidente a la Nueva Granada, lo obsequió al obispo Piedrahita, quien a su vez lo regaló en 1622 a la iglesia que los jesuitas tenían en el camellón de Las Nieves. Después de la expulsión de estos llegó a La Veracruz.
El otro Cristo es una cruz de madera con la efigie de Jesús pintada en ella, el cual se ponía en la capilla de los condenados a muerte. Y el último es una escultura, también de madera, que acompañaba a los mismos reos en su marcha al patíbulo.
Según concluye Posada su crónica sobre La Veracruz, asegura que “los chibchas tenían un gran venado de oro, y en su vientre guardaron todas las riquezas del Zipa, el día en que llegó Quesada, y lo enterraron en los cerros que dominan a Bogotá por el oriente”. La tradición dice que este tesoro yace frente a la iglesia de La Veracruz. “A buscarlo, pues, mis queridos lectores”.