A eso de las once de la noche del 20 de mayo de 1900, comenzaron a arder no sólo los sombreros de la tienda del señor Streicher sino miles de expedientes del Archivo Municipal que relataban gran parte de la historia colonial y los primeros noventa años de vida republicana. Con ellos se quemaron las actas originales de la Independencia y de la fundación de Bogotá, pérdidas irreparables que aún no se termina de lamentar.
La Bogotá de 1900 abarcaba un área de 260 hectáreas y tenía una población de 96.605 habitantes. Era una ciudad pequeña, casi conventual y provinciana.
Tenía un tranvía, una cárcel, cuatro hospitales, cinco notarías, tres plazas de mercado, ocho bancos, quince iglesias, diez asilos e incontables chicherías. También una fábrica de cerveza, dos de chocolate, dos cementerios católicos y uno protestante. Se jactaba de tener tres compañías de ferrocarriles y de ser una de las pocas ciudades colombianas con servicio de teléfono, acueducto y energía, aunque no para todo el mundo.
En el ámbito cultural tenía ocho instituciones de educación media y superior, un museo, un observatorio astronómico, tres teatros, dos circos de toros, un cine, una biblioteca pública y siete parques. De noche sus calles eran alumbradas por incipientes sistemas de gas y electricidad.
Tampoco existían el edificio de la Gobernación, ni el palacio Liévano ni el Arzobispal, y el Capitolio Nacional estaba todavía en construcción. Sus dos ríos, el San Francisco y el San Agustín, y sus treinta puentes, desaparecerían años después debajo de las avenidas Jiménez y calle 7, respectivamente.
Sin embargo, esa mítica ciudad, encaramada en lo alto de los Andes, se aprestaba a vivir en la primera mitad del siglo veinte un vertiginoso ritmo de profundas transformaciones. Bogotá se empezó a extender hacia Chapinero y San Cristóbal, y en las antiguas haciendas aparecieron barrios como el Inglés, Centenario, Teusaquillo, Palermo, 20 de julio, Primero de Mayo y La Magdalena. Y con igual intensidad, en los dieciséis años que van de 1930 a 1946, se extendió por el norte hasta la calle 87; por el sur, hasta la calle 24, y por el Occidente hasta la carrera 30.
En la década del cincuenta se iniciaron grandes urbanizaciones como el barrio El Chicó y el Lago. Se construyeron la Autopista Norte y edificios como el Hotel Tequendama, el Banco de la República y el Aeropuerto de El Dorado. Se hizo la ampliación de la carrera 10, la Avenida Ciudad de Quito, la Avenida Caracas, los puentes de la calle 26, y el diseño de la Avenida de los Cerros, hoy Circunvalar. Al final de esta década, Bogotá inició de manera sostenida su desarrollo hacia el occidente de la Sabana. Se agregaron entonces a su territorio los municipios de Bosa, Usaquén, Engativá, Suba, Usme y Fontibón, convirtiéndose así en Distrito Especial.
Hoy, cien años después, Bogotá es una urbe cosmopolita. Tiene poco más de 8 millones de habitantes; más de 100 instituciones de educación superior, 2.700 colegios, 4.000 parques, 334 kilómetros de ciclorutas, 20 bibliotecas públicas visitadas por más de 4 millones de usuarios al año, 58 museos, 70 galerías de arte y 45 salas de teatro y más de 600 multinacionales tienen asiento en la ciudad.
Este siglo de crecimiento muestra una ciudad dinámica, en cuya evolución no solamente están presentes las fuerzas de la iniciativa privada sino también, y de manera destacada, la acción del estado y de los gobiernos de la ciudad. En efecto, una conjunción de fuerzas entre ciudadanos, migrantes, instituciones, esfuerzo privado y el propio gobierno, le han dado forma a esta ciudad. Y es lo que es hoy gracias a ellos. Evidenciar esta realidad cambiante no sería posible si no existieran los documentos que permitan visualizar la concurrencia de esas fuerzas en la creación de ciudad. Esa es la razón de ser del Archivo de Bogotá.
Fotografía: Fondo Fotográfico de Sady González.