Por Santiago Gómez Lema
En el ejercicio habitual de la escritura, la capital regresa convertida en un nuevo fantasma, avisando de una vez que es inútil huir de su presencia. Todo recorrido literario es víctima de aquel placer culposo que consiste en olvidar algunos nombres importantes. Aquí, por supuesto, se quedan por fuera unos cuantos. Bogotá es un mal que sobrevuela incluso a los escapistas más radicales: Antonio Ungar, Juan Gabriel Vásquez, Sergio Álvarez, Juan Felipe Solano y Luis Fayad, quien hace tiempo vive en Berlín, Alemania. La vida en el exilio, marcada siempre por una necesidad de volver sobre lo que nos atormenta y que es esa misma forma que anhelamos dolorosamente, parece no servir más que para estrechar lazos a distancia. Y es que Bogotá es un tema difícil: es cercana cuando se está lejos; es lejana cuando se está cerca.
En la primera novela del director de cine y escritor Mauricio Bonnett, La mujer en el umbral, la ciudad abandona el plano general que nos permite la distancia para mostrar su intimidad. Como en el cine, la toma se cierra sobre una Bogotá más cercana, que revela su miseria, incluso para los más desprevenidos: “Al otro lado del cristal, vasta y luminiscente como lava volcánica, se extendía la retícula de Bogotá… Desde las alturas, la ciudad parecía un laberinto fosforescente cuyos pasadizos de tungsteno, sodio y mercurio corrían como rectas luciérnagas los faros de los automóviles… A medida que el bus descendía, la abstracta retícula empezó a articularse en rasgos concretos. Era como si después de haber visto a lo lejos un vasto cuerpo tendido, ahora le fuera dado examinar los detalles de su piel, y con ello las imperfecciones: los lunares, las espinillas, las verrugas… el miedo de lo enorme se convirtió en el pavor de lo particular”.
La ciudad es ese cuerpo informe al que hay que diagnosticarle, con mirada de entomólogo, las enfermedades. Es en el detalle en donde se juega su aparición: una ventana, una casona, una calle, un personaje. Pues, al final, sobre las grandes urbes nada puede decirse sin caer en el lugar común. Que es caótica y fluye torpemente, mísera y altiva, disgregada e impersonal. Ya lo sabemos.
Sigamos, entonces, con los registros más impetuosos. En Sin remedio, la única novela de Antonio Caballero, el protagonista, Ignacio Escobar, lanza sus anatemas sobre una ciudad aburrida, rencorosa, de muchedumbres aprisionadas, “una ciudad renegrida, reblandecida, informe, pululante de gente, como una gruesa morcilla purpúrea cubierta de insectos, bruñida de grasa, goteante, rellena de dios sabe qué porquerías, sí: de sangre putrefacta. Ciudad hedionda a manteca recocinada de fritangas de esquina, manando humores turbios, rezumando coágulos de podredumbre sobre el espejo verde y tierno de la Sabana”. De una tristeza fría, dice después, sin lograr escapar nunca del cliché. Lluviosa. Gris. Y es que, más acá del reino de la ciudad con la que sueñan sus habitantes, hay también una Bogotá de papel, que no es de ningún modo un lugar paradisiaco. Vital, sí.
Dentro de las imágenes frecuentes en la literatura colombiana reciente, tal vez la que más se repite es la de una ciudad de un crecimiento acelerado: el levantamiento asimétrico de construcciones, la urbanización desenfrenada. Este es el centro de muchas de las novelas de Luis Fayad. En un abrir y cerrar de ojos levantan un rectángulo de concreto con vidrios tornasolados, que ya no deja mirar los cerros (“lo único medianamente bello de nuestra horrenda ciudad”, dice el narrador de la novela de Juan Felipe Solano, Los hermanos Cuervo), y el único vecino que nos queda es el reflejo de sí mismo asomado a la ventana. Es “como si la ciudad entera fuera el plató de uno de esos programas de bromistas, donde la víctima va al baño del restaurante y regresa no a un restaurante, sino a un cuarto de hotel”, dice el protagonista de El ruido de la cosas al caer, la última novela de Juan Gabriel Vásquez. ¿Qué nos queda? “Esa mole de concreto e imperfección que es Bogotá”, concluye el personaje de la novela de Álvaro Robledo, Final de las noches felices.
También Fernando Vallejo, en su libro Años de indulgencia, cuenta, rabioso, sus pasos por la capital. “Vuelvo a esa carrera séptima y su pobrería maldita esa noche de frío y sueño a darme otro baño de tinieblas”, dice la voz directa del narrador de las novelas de Vallejo, para seguir enumerando sus defectos: “Miseria aquí es lo que sobra. Hay hasta pa’ repartir. Llegó a la mina de oro”. Una ciudad que le negó el patrocinio para su primera película, el lugar de las ilusiones perdidas. La imagen se repite: Vallejo en la carrera séptima, cobijado por periódicos, durmiendo con los niños abandonados, con sus perros, entre basura.
Surge, entonces, la pregunta obligada: ¿acaso ninguno es capaz de detenerse a observar sus virtudes? Las montañas que se encapotan con las nubes densas como abrigos de un metal oscuro. La planicie cercada que quiere ser laguna. Bogotá es un elogio del agua, dirán algunos, ese líquido furioso que se precipita sobre la meseta para obrar como un lavado general. Limpieza, sol naciente. Pero, si por momentos es un lugar hermoso, se trata de una belleza difícil, de esa que al mismo tiempo que se revela se esconde.
Por otro lado, la literatura pocas veces quiere dibujar los lugares prósperos. Prefiere la dificultad, los espacios hostiles, que obligan, en el mejor de los casos, a despertar el instinto de supervivencia; si no es que nos condenan a deshacernos en la monotonía, ganados por su fuerza. Bogotá, para los escritores, es cada vez más un recinto interno, visceral, algo así como un demonio que tiende a poseer solo a los espíritus que la rechazan. Es, por usar la metáfora más obvia, como un gran libro escrito por la infinidad de focos que la quieren captar.
En la novela de Nahum Montt, El Eskimal y la Mariposa, Bogotá es ese libro que se lee en el tiempo y no en el espacio. “Mucha gente memoriza las calles y construye mapas mentales fragmentados e inconclusos. Yo memorizo las formas, los espacios, si no los acontecimientos. Otros ven una ciudad personificada con múltiples rostros, pieles y olores. Yo la veo como un libro vivo que se transforma en mi memoria. La ciudad no está hecha de ladrillo y asfalto, sino de palabras y deseos. Si la ciudad es un libro escrito a diario por sus habitantes, yo soy su mejor lector, pues el libre crece y se reescribe en mi memoria”.
Bogotá es un libro abierto, de título apocalíptico, que se sigue reescribiendo en la memoria de sus narradores: la de una alta sociedad en decadencia contada por Luis Fernando Charry Lara en su libro La naturaleza de las penas. La ciudad musical de Juan Álvarez en su novela C. M. no récord. La del ‘Bogotazo’, retratada por Miguel Torres y Guillermo Cardona. La marginal y la nocturna de Alonso Sánchez Baute en Al diablo la maldita primavera. La vertiginosa de Chaparro Madiedo. La universitaria, de un academicismo inerte, de Miguel Manrique, en su novela Disturbio. Seguramente, Bogotá es todo eso. Y es mucho más. Y no es nada de lo que podamos hablar con toda certeza.