Por Luis Alfredo Barón Leal
Historiador
El Chorro, como se le llama normalmente, es uno de los espacios públicos de mayor interés cultural y turístico de la Candelaria. Su historia más reciente transformó radicalmente su espacio, su aspecto y su ambiente, hasta llevarlo a ser un lugar de identidad bogotana y de paso obligado para cualquiera que visite el Centro Histórico de Bogotá.
A principios de los años ochenta el Chorro de Quevedo era una plazuela bastante austera de paredes blancas, con un aspecto casi desolado. Tan solo una pila de piedra puesta en 1968 rompía su particular monotonía. Su población flotante era bastante escasa, los vecinos se conocían entre sí y casi ninguna tienda se encontraba a su alrededor. Para entonces ya se había establecido en los anales de la historia bogotana que esta pequeña plazuela había sido el lugar de la primera fundación de Bogotá. Para rememorar este hecho, se escribió en piedra sobre el dintel de la fachada de una de las casas de la plazuela las fechas de fundación de la ciudad: la muy recordada y conmemorada del 6 de agosto de 1538 y la olvidada y totalmente desconocida del 27 de abril de 1539, fecha de la fundación legal de la ciudad en la Plaza de Bolívar. Este acto fue rechazado entonces por varios historiadores.
Durante mucho tiempo fue normal que en los colegios distritales de la ciudad para el 6 de agosto de cada año se pidiera a los niños diseñar una maqueta que recreara la fundación de Bogotá. La maqueta tenía el objetivo de enseñar cómo Gonzalo Jiménez de Quesada fundó la ciudad por medio de doce chozas y una iglesia. Este ejercicio, como lo plantea el historiador Fabio Zambrano, en apariencia educativo, resultaba en realidad ser un verdadero ejercicio bastante eficaz de negación del pasado indígena de la ciudad, pues el mensaje resultaba en que Jiménez de Quesada había llegado a construir desde la nada. Nunca en los colegios se explicó que los españoles se quedaron en estas tierras porque los Muiscas eran una cultura con un territorio dominado, con cultivos y asentamientos en diferentes partes de la Sabana.
Uno de estos asentamientos fue al parecer Thibsaquillo ("tierra de descanso" en chibcha) que estaba ubicado donde hoy está el Chorro de Quevedo y que en tiempos coloniales se llamó Pueblo Viejo y de donde proviene la palabra Teusaquillo. Fue este lugar el escogido por Jiménez de Quesada para asentar su tropa mientras volvía a España a dar cuenta de las tierras conquistadas. La razón para escoger el sitio era el de ser un lugar alto, protegido contra ataques de los indios y desde el cual se dominaba la sabana, pero además, porque el lugar contaba con un asentamiento indígena establecido. Por sus atributos, Gonzalo Jiménez de Quesada ordenó al capitán Gómez del Corral, la misión de conducir y vigilar a los indios para la construcción de doce bohíos en este territorio. Esta teoría del Chorro como lugar de asentamiento militar y no como lugar de fundación, fue planteada por el historiador y arquitecto Carlos Martínez en 1976, basándose en investigaciones realizadas por Juan Friede, quien había cuestionado al 6 de agosto como fecha de fundación de la ciudad. Al mismo tiempo, Martínez planteó que la iglesia conocida como del Humilladero, donde se realizó la misa fundacional no se construyó al lado de las doce chozas, sino en un terreno más abajo en lo que hoy es la Plaza de Santander. Sin embargo, la iglesia del Humilladero fue consagrada solo hasta 1544. El lugar de esta primera iglesia con su misa fundacional, es incierto.
Hasta finales del siglo XIX en esta Plaza de Santander permaneció la ermita del Humilladero, la cual fue demolida bajo el absurdo argumento de que "afeaba la Plaza". De esta valiosa y sencilla ermita quedó: una veleta de hierro que se conserva en el Museo Nacional, una foto de 1863, un grabado de 1882 y una maqueta que reposa en el Museo de la Independencia. A partir de estas imágenes y de acuerdo con la escritora Elisa Mujica, en los setenta se hizo una evocación arquitectónica en el Chorro de Quevedo con la construcción de la ermita de San Miguel del Príncipe. Aunque las fachadas de ambas ermitas no son exactamente iguales sí son muy parecidas. Esta iglesia construida con técnicas coloniales ayudó a reforzar la historia de la fundación de Bogotá el 6 de agosto de 1538 en el Chorro de Quevedo, con doce chozas y una ermita que la gente por obvias razones cree que es colonial pero que es de 1972. Fue así como se construyó entonces la maqueta del mito fundacional de Bogotá en el Chorro de Quevedo.
Para establecer en que área se ubicaba Thibsaquillo Carlos Martinez se remitió a las crónicas. Fray Pedro Simón escribió en 1620 que los españoles se instalaron en una aldea llamada Teusaquillo "que hoy permanece”,[1] lo que significa que esa aldea existía a manera de barrio periférico. Carlos Martínez plantea que si aun existía “no podía estar en el área central de la ciudad ocupada por la población española”[2]. También el cronista Aguado, anterior a Simón, afirma que Teusaquillo “es un sitio un poco alto…corroborado y fortalecido” [3]. Para Piedrahita en 1776, este sitio es conocido en Santafé como “pueblo viejo”, expresión que se utilizó en el siglo XVI y XVII, cuyo significado fue asociado a un caserío abandonado por los indios o el primitivo emplazamiento de una fundación asentada por los españoles y luego despoblada o mudada a otro lugar[4].
El Chorro de Quevedo fue un lugar de frontera entre la “ciudad española” y “la ciudad indígena”. Hacia el costado suroccidental de la plazoleta se encuentra la ciudad de la traza en damero, la del orden español con vías equidistantes, el lugar donde residían los ciudadanos, la que fue levantada en planos. Y hacia el costado nororiental de la plazoleta, al otro lado de la ahora canalizada quebrada de San Bruno, donde la traza urbana española no existe, se pierde y parece desvanecerse en la topografía que dio como resultado calles retorcidas y asimétricas, se encuentra la “ciudad” indígena que nunca referenció un plano antiguo y al que los españoles llamaron “Pueblo Viejo”.
Como resultado de este urbanismo espontaneo surgió la Calle del Embudo, puerta de entrada al Chorro. Su pequeña cuesta, su suelo empedrado, su asimetría y su forma, la hacen ser una de las calles más famosas de la ciudad. “la calle del Embudo es una calle angostísima en uno de sus extremos y algo ancha en el otro. Menos de un metro tiene de una acera a la otra en el extremo sur, antiguo Chorro del Padre Quevedo y desembocadura de la calle Palomar del Principe, hoy calle 13. Y poco más de tres metros en el extremo norte, que se precipita sobre la pendiente de la actual plaza de la concordia ...es una especie de embudo al revés...”[5] Su encanto radica no solo en su aspecto. Sino en la profusión de establecimientos dedicados al deleite de toda clase de bebidas, principalmente la chicha, la cerveza y el café.
Para los años cincuenta la calle del embudo presentaba el aspecto de ser una calle muy sencilla, gris y blanca, lejana del profuso colorido que hoy tiene. Era habitada por familias sencillas como la del zapatero Francisco Forero; los Díaz que eran los plomeros de la cuadra; la de Tátano Pinilla que desde principios del siglo XX fue un viejo encuadernador; y la más famosa la de los Gaitán, que contaba entre sus miembros con el Tullido dedicado a vender estampillas y papel sellado en el antiguo convento de Santo Domingo. En la cuadra también vivía el sastre Cristóbal Barrios que tenía la única tienda de la cuadra, cuyo surtido era una docena de cervezas, media de gaseosas, una botella de puro, unos panes, unos bocadillos y la chicha que no hacía falta.[6]
Hoy en el Callejón del Embudo se encuentran cerca de veinte tiendas, seis de estas son Café-bares que atraen principalmente a la población juvenil y universitaria que transita la zona. La chicha y la cerveza son los principales atractivos para una rumba nocturna de viernes o sábado. El café y todas sus variaciones son bebidas mucho más vespertinas. A lo largo de la calle del embudo se encuentran los Café-bares el Café del Chorro con un interior sobre los patios resultantes de la canalización de la quebrada de San Bruno, el Café Eragon, el Café del Ático, pequeño y de tres pisos y el Coffe Shop, todos dedicados a los mejores sonidos del rock, el hard-rock y el heavy metal y como un pequeño oasis en medio de los Café-bares y los bares dedicados al consumo de chicha se encuentra el pequeño Café Casa Galería el cual forma parte del Hotel Casa Galería especializado en hacer pequeñas exposiciones mensuales de artistas emergentes y en vincular productos tradicionales que venden en otros locales del Callejón.
El colorido en medio de estos Café-bares y bares contrasta con las paredes blancas de hace treinta años o la ausencia de comercio de hace setenta. Las paredes antes blancas y sucias del callejón como las otrora austeras paredes del Chorro se convirtieron en lienzos para una amplia gama de murales, algunos de ellos con poco menos de dos años de creación. Son en total quince murales, desde el extremo norte del Callejón del Embudo hasta el Callejón de las Brujas, contando los que están en rededor de la plazuela. Los motivos hacen alusión a seres fantásticos, a la psicodelia, a la naturaleza y al indigenismo. Se ven obras de grafiteros reconocidos en el medio como Nómada, frente al Café el Gato Gris y de artistas como Carlos Trilleras.
Sin embargo, los murales del Chorro son sensibles a ser un arte efímero como las cinco esculturas que alguna vez adornaron la arcada que mandó construir arbitrariamente la desaparecida Corporación la Candelaria para tapar la casa del costado norte del Chorro en 1985, bajo el argumento que afeaba la plaza y que curiosamente con sus doce vanos que hacen referencia a las doce chozas se terminó convirtiendo en uno de los símbolos más importantes del Chorro, ya que obra como telón de fondo de la plazuela para conciertos, artistas espontáneos, obras teatrales e intervenciones que se valen de la odiada arcada para realzar sus actos.
En los años noventa el artista Jorge Olave irrumpió con 33 esculturas de tamaño natural en techos, ventanas y balcones de La Candelaria. Seis se instalaron en el Chorro haciendo de este un pedestal sui generis: cinco en la arcada y una en el Callejón del Embudo. Esta última, que representa a un embolador como saltando de una casa a la otra es la única que permanece. Las que estaban en la arcada fueron desapareciendo poco a poco. Su lento desvanecimiento formó parte de la propuesta artística de Olave, cuyo objetivo era replantear el concepto de monumento convencional como símbolo de inmortalidad. Es una escultura que nace, crece y muere. Se trataba de visibilizar al ciudadano que no forma parte de la historia oficial, que es lo que normalmente representa una escultura típica. Eran monumentos a la gente común y corriente: la señora de la esquina, la de la tienda, el viejito, el estudiante.
Otro de los propósitos era sacar la obra del lugar convencional como un museo o una galería y convertir las casas en pedestales. Las estatuas de la arcada del Chorro representaban a algunos locos del paisaje capitalino de finales del siglo XIX y primera mitad del XX, muy conocidos pero sin ningún reconocimiento plástico como la loca Margarita, Santamaría, Zusumaga, el bobo del tranvía, entre otros, haciendo del arco todo un monumento a la locura. Todos estaban pintados de colores vivos e identificados con placas bajo cada escultura. Hoy en el mismo lugar donde se encontraba la escultura de Santamaría se encuentra en su reemplazo la de un malabarista, otro tipo de loco que osa hacer maromas en un monociclo en lo más alto de la arcada.
No sobra decir que la primera escultura en la plazuela fue la que representaba burdamente al padre Francisco Quevedo. Al parecer Fray Francisco Quevedo fue un religioso Agustino Descalzo que compró un solar situado en la calle de Pueblo Viejo. Este personaje fue el encargado de dotar en 1832 de agua a los habitantes de la zona por medio de una fuente o chorro que en su honor heredó su apellido, pero que no bastando con esto para rendir tributo a tan altruista obra, se ordenó posteriormente hacer una estatua del fraile franciscano de la que brotaba el agua por sus manos pero que el vandalismo decimonónico descabezó y así permaneció hasta su desaparición total. Como se puede ver Olave no fue el precursor de las esculturas condenadas a morir.
El Chorro de Quevedo está rodeado por seis Cafés que hacen que este sea el espacio público con más Cafés del Centro Tradicional resaltando sus valores patrimoniales y de sociabilidad. El famoso Café de Rosita, al costado norte de la plazuela, tiene como antecedente una antigua tienda de barrio y ha logrado reconciliarse con la gigantesca arcada que le pusieron en frente para ocultar su otrora fealdad. Debajo de los vanos del arco el Café ubica discretamente dos mesas redondas con manteles de cuadros rojos con blanco, sobre las cuales se puede tomar con toda comodidad una taza de café, una copa de vino o disfrutar las especialidades de su restaurante.
Al costado oriental está el laberíntico Café Color Café, uno de los Cafés más tradicionales del Chorro desde que se instaló allí en 1991. Sus paredes están adornadas con fotografías, pinturas y maquetas alusivas al Chorro. A su lado se encontraba La Pequeña Santafé, en un inmueble que anteriormente tenía un solo piso y al que en los ochenta se le adicionó el segundo. Fue uno de los Cafés preferidos por parejas jóvenes en busca de romance nocturno debido a su ambiente claro oscuro que provenía de las mesas iluminadas únicamente con velas. Cada Café hacía lo propio con respecto al espacio público que le correspondía y ubicaban cada uno dos mesas de madera rústica contra la pared a ambos lados de la puerta de entrada. La discreción de solo dos mesas por Café obedece a la ley que no permite más mesas afuera para no invadir el espacio público. El Café Restaurante Gato Gris se encuentra en el Callejón de las Brujas en una casa que poco a poco ha ido ampliando su espacio. Empezó como una sencilla casa de un solo piso a la cual en los años ochenta le fue construida una segunda planta.
Hoy el Café ha tomado dos inmuebles y cuenta con dos pisos, con un balcón sobre el Callejón y dos terrazas con vista a los tejados de barro de la Candelaria ofreciendo una de las experiencias más agradables del Chorro. El Gato Gris es uno de los Cafés más importantes de la Candelaria por su calidad, elegancia y amplia oferta gastronómica. En este lugar se gestó una curiosa leyenda de mediados del siglo XX pero con matices coloniales, sobre una dama que acariciaba todas las mañanas a un gato gris y que un día desapareció con un viajero contador de cuentos (antecedente remoto de los cuenteros de hoy en el lugar), dejando a su esposo apesadumbrado y a un melancólico gato solitario en el balcón.
El Café Merlín, al costado sur de la plazuela, cuenta con una buena oferta gastronómica e invita a entrar al Café por medio de dos antorchas encendidas a lado y lado de la entrada. El Café cuenta con una pequeña colección de figuras de magos y seres fantásticos que hacen alusión a su nombre.
Finalmente, al costado occidental en la hondonada que formó alguna vez la quebrada San Bruno, se encuentra La Puerta Real un Café Restaurante recién llegado al Chorro y que curiosamente resulta ser un particular ejercicio de amalgama de la historia de Bogotá. En su nombre encontramos viejas añoranzas de un pasado colonial que contrastan con un impresionante mural dedicado a deidades indígenas, y que se encuentra en la parte de atrás del Café. Son dos aspectos que se unen al homenaje en el cual se convierte el Café a la ciudad de los años cuarenta, a la ciudad cachaca. Su dueño ha logrado hacer de su Café un lugar especial para revivir desde la locura y la pasión el pasado de Bogotá.
No hace muchos años, en lo más alto de la arcada del Chorro de Quevedo se colgó una vez una ingeniosa pancarta que decía: ¡el Chorro no es para el chorro! Esta lacónica frase muy bien expuso las disputas que se gestaron entre el uso y el abuso del espacio público de la plazuela, que de alguna manera alcanzó un uso diverso en sus actividades diarias con los Cafés y espontáneas de clown, de acróbatas y volatineros, de cuenteros, de músicos aficionados y de grupos de amigos que solo intentan pasar un buen rato en uno de los lugares más interesantes y atractivos de la ciudad. En sus Cafés y en el espacio público del Chorro de Quevedo se puede disfrutar de la historia y la cultura de Bogotá, en perfecta convivencia y armonía mientras se disfruta de un chorro, de una totuma de chicha, de una taza de café o de una copa de vino, ya sea en una mesa frente a cualquier Café o en una grada en cualquier parte de la plaza.
[1] Fray Pedro Simón. Noticias Historiales
[2] Martínez, Carlos (1970). Bogotá, sinopsis sobre su evolución urbana. pág. 20
[3] Ibíd.
[4] Ibíd.
[5] González Toledo, Felipe (1953). La Calle del Embudo: viejo rincón de Bogotá.
[6] González Toledo, Felipe (1953). La Calle del Embudo: viejo rincón de Bogotá.