Por Liliana Rueda Cáceres[1]
El Antiguo convento de Santo Domingo, que estuvo en pie por más de trescientos años en lo que hoy se reconoce como centro histórico de Bogotá, realmente había nacido con el nombre de “Nuestra Señora del Rosario”, patrona de la Orden de Predicadores, O.P. Orden conformada por frailes predicadores venidos del viejo mundo y asentados en estas tierras americanas a partir de siglo XVI.
La sabiduría popular asociaba el convento directamente con el fundador de la orden, Domingo de Guzmán, y con la así llamada “religión de Santo Domingo”, denominación que aún hasta el día de hoy hace que los reconozcamos como frailes “dominicos”.
La localización del convento, a dos cuadras de la Plaza de Bolívar, en la manzana correspondiente a las actuales carreras séptima y octava, Calle Real y Calle la Universidad[2] originalmente, y actuales calles doce y trece, Calle del Chorro Santo Domingo y Calle del Rosario[3], respectivamente, fue su segundo lugar de asentamiento en la ciudad, en el que permanecieron 362 años, entre 1577 y 1939.
Más de cien años les había tomado a los dominicos llegar a construir la totalidad del conjunto conventual en la manzana. Éste incluía el convento propiamente dicho, el noviciado, la Iglesia de Nuestra Señora del Rosario, también identificada como Iglesia de Santo Domingo, y sobre la carrera octava, el colegio de Santo Tomás y la Universidad “Tomística”, o de Santo Tomás, autorizada para otorgar grados por Bula papal de Gregorio XIII a partir de 1580.[4]
De la demolición
En abril de 1939, el entonces presidente de la República, Eduardo Santos Montejo, firmó la aprobación necesaria para proceder a la ejecución del contrato de demolición del tramo noreste del convento, que incluía el claustro principal, seguramente uno de los más hermosos y de mayor tamaño que alcanzó a tener la ciudad colonial, otrora llamada Santa Fe de Bogotá.
Sin embargo, sabemos y debemos decirlo, que las visiones que hoy podemos obtener de este convento derribado no son más que fragmentos, indicios, pequeñas piezas que nos remiten levemente a un tiempo y un espacio irrecuperables. Y no decimos irrecuperable en un sentido de lamento, sino más bien, visto de la misma manera en que vemos la vida también, como un incesante devenir de hechos y hombres, que nunca se repiten, que nunca son los mismos.
Pero volvamos al momento de la demolición, pues si bien afirmamos que la vida es un devenir, y que debe ser así, un proceso dinámico y de permanente cambio; también resulta interesante a veces, y necesario muchas veces más, detenerse a reflexionar sobre los procesos, detenerse a observar e interpretar los hechos para encontrar claves que nos permitan comprender cuáles han sido los caminos y las decisiones que nos han traído hasta la ciudad actual. Tarea que requiere del rigor y la paciencia del historiador, también de la mesura y la continua reflexión, porque resulta que las cosas de los hombres, los hechos, las circunstancias, se hacen complejos, se enredan, avanzan, se contradicen. Sabemos que nunca será una sola razón la que lleva tan fácilmente a que los hechos se den.
Detrás de la demolición del convento aparecieron caminos e hilos y muchas voces. Detrás de la demolición del convento aparecieron múltiples actores, múltiples intereses, múltiples razones. Hasta que no terminaron de afinarse todas y ponerse al unísono, y llegaron a coincidir, hasta que no lograron entrar en resonancia, el convento no cayó. Una vez caído, se llevó la manzana urbana consigo detrás, la Iglesia, la Universidad, la memoria.
Los actores del proceso permitieron identificar los intereses y los intereses fueron curiosamente contradictorios, pero las circunstancias estuvieron afinadas todas dentro de un contexto que para la época resultaba aparentemente obvio: la construcción de la “ciudad moderna”.
Esa era la promesa que se encontraba implícita dentro de la decisión de demoler el convento por parte del presidente Santos, ser partícipes de la construcción de la Bogotá moderna. Reemplazar un “vetusto edificio”, en las palabras de quienes apoyaban la demolición, por una edificación moderna, el que debía convertirse en el “Palacio de las comunicaciones”, aún y con lo contradictorio que el sentido de la palabra palacio pudiera tener con el sentido del significado de la modernidad. Pero quizá esa contradicción nos resulte más fácil a nosotros verla desde la distancia en que nos encontramos.
Ahora bien, la construcción de una ciudad moderna requiere antes que nada de una sociedad moderna y todo lo que ello implica. No es un tema de reemplazar edificaciones ni vías, es un asunto absolutamente estructural y de pensamiento ideológico y político. Eso fue lo que, a nuestro modo de ver, se intentó realizar en el gobierno de Alfonso López Pumarejo e incluso, mucho antes con el de Tomás Cipriano de Mosquera. Sus visiones de gobierno fueron claramente de ruptura con un sistema social, político y económico anterior, y tomaron decisiones, en el área específica que nos interesa, la de la arquitectura religiosa de la colonia, que buscaban afectar de manera evidente una arquitectura que era altamente representativa del sistema social anterior, y que además, se encontraba ocupando grandes áreas de valiosos solares que la naciente República liberal estaba necesitando para estructurar sus nuevas instituciones.
Las leyes que estos gobiernos promulgaron fueron las que abrieron la vía a la demolición. Mosquera realmente dio inicio el proceso con la Ley de desamortización en 1861, cuando declaró “extintos” los conventos, monasterios o casas de religiosos y en 1865 cuando destinó a “uso público de carácter nacional” los “extintos” conventos. El antiguo convento de Santo Domingo cargaba dentro de sí con un valor simbólico demasiado alto que parecía hacerse insoportable a unas administraciones que, cada una en su momento y en su proceso de laicización, necesitaban renovarse y proclamar y demostrar la ruptura con la Iglesia. Arrasar con sus iconos y su materialidad física era una manera de hacerlo.
Mosquera lo demostró explícitamente en 1866, cuando mediante decreto transformó el antiguo templo en Salas del Congreso y “dividieron la nave principal con un tabique para Senado y Cámara de representantes, los hermosos altares de las naves laterales sirvieron para colocar los retratos de los próceres liberales y en el propio sitio donde se exponía el Santísimo Sacramento, puso su solio el Presidente”[5]
Tal acto fue revertido posteriormente, la Iglesia recuperó su uso de espacio religioso y el convento siguió en pie al adaptarse a su estructura física una serie de oficinas que respondían a las necesidades del nuevo orden institucional, Correos y Telégrafos, Contraloría General, Tesorería General y Ministerio de Obras Públicas, entre otros. Pero en 1936, López Pumarejo firmó las leyes 5 y 85 que “proveían a la construcción de edificios nacionales” y que serían las que llevarían efectivamente a la caída física del antiguo convento.
López Pumarejo tenía la claridad de que los “edificios nacionales” deberían representar formalmente al Estado Moderno que él pretendía instaurar. En ese sentido era coherente su intención de derribar una arquitectura altamente representativa de un sistema social, político y económico anterior y reemplazarla por un monumento contemporáneo que tuviera la capacidad de reflejar tales ideales.
Asunto que no ocurrió. Al presidente Santos Montejo, en 1939, las cosas se le presentaban prácticamente servidas en bandeja de plata. Ya estaba la Ley que disponía específicamente la construcción del “Palacio de comunicaciones” en el “lote” que ocupaba el antiguo convento. Tenía un ministro de “acero”, acérrimo defensor del ideal de progreso, Abel Cruz Santos, para quien esa obra, la demolición, tenía un alto significado “para el admirable desarrollo urbano que está cumpliéndose en Bogotá, y que ha tenido como bandera la de construir demoliendo”[6].
Pero ese es precisamente el punto débil y cuestionable, la promesa de la ciudad moderna, que ante los ojos del análisis de expertos se quedó tan sólo en una serie de acciones puntuales, que no respondieron a una verdadera planificación urbana de la ciudad moderna, y que demostraron ser parte de una verdadera desarticulación dada entre los entes nacional y municipal.
Los estudios rigurosos sobre el proceso de desarrollo urbano de Bogotá, realizado por los arquitectos urbanistas Juan Carlos del Castillo y Rodrigo Cortés, así como de la historiadora Adriana Suárez Mayorga, y la mirada que a título personal hicimos sobre la acción del urbanista Karl Brunner como director del Departamento de Urbanismo de Bogotá en los años treinta, nos permiten asegurar que aunque estaban dadas las condiciones y se contaba con la capacidad de “pensar” la ciudad moderna, es decir, concebirla y planearla, no se contó realmente con las herramientas de gestión y gobierno de la ciudad que hubieran ayudado a conseguir una verdadera “vía a la ciudad moderna”.
Hoy nos queda claro que el nuevo edificio levantado por el Ministerio de Obras Públicas sobre las ruinas del viejo convento lamentablemente no alcanzó a estar a la altura de las expectativas de la administración que hubiera querido reemplazarlo por un monumento contemporáneo. Finalmente se reemplazó un claro exponente de la arquitectura religiosa colonial por un banal edificio de oficinas que no consigue sobrepasar los comentarios de la crítica arquitectónica. Los “urbanizadores” de la nueva manzana urbana que apareció tras la demolición del convento y posteriormente de la Iglesia, se enredaron en un juego de compras y ventas que no pareció favorecer a nadie. Y la ciudad perdió. La ciudad perdió la posibilidad de conservar una arquitectura que hablaba de unos esfuerzos humanos, unos materiales, una concepción espacial y unas calidades ambientales muy específicas. Una arquitectura que era de otro tiempo. Que conservaría resonancias de otros pasos, de otros sueños, de otros afanes. Un documento histórico, quiérase que no. Que solamente hubiera justificado su caída por el reemplazo de otra arquitectura altamente representativa, como asumimos que era el ideal del presidente López Pumarejo.
Pero en la demolición de este antiguo convento, repetimos, tan sólo se evidencia la acción simplemente demoledora, no coordinada y que, por tanto, no garantizó la construcción de la ciudad moderna por no responder realmente a un proceso integral y planificado de modernización urbana. No pasó de ser una acción puntual y autónoma de una entidad oficial del orden nacional, que desconoció el orden municipal y que descuidó precisamente la importancia que requerían los trabajos de los nuevos diseños que garantizaran el reemplazo de una arquitectura altamente representativa por otra que pudiera justificar tal acción.
Pocas voces se levantaron en su defensa, dadas en un contexto más bien de oposición de partidos, más que de conciencia patrimonial, si nos atenemos al hecho de que desde el periódico “El Siglo”, Laureano Gómez, acérrimo opositor de la demolición del convento dominicano en 1939, cuando fue ministro de Obras Públicas en 1925, no tuvo reparos en ese entonces para llevar a cabo la demolición del antiguo convento e iglesia de “La Enseñanza” reemplazado en su momento por un dudoso edificio destinado al Palacio de Justicia, hoy también ya demolido.
Todo parece indicar que, los ideales de la construcción de una sociedad moderna fundados desde la época de Tomás Cipriano de Mosquera y especialmente de Alfonso López Pumarejo, se fueron diluyendo, para el caso específico de lo que ocurrió en la manzana original que ocupó el antiguo convento, en un prosaico juego de intereses. Intereses particulares, motivados por la posibilidad de incrementar el valor del suelo del área circundante al antiguo claustro, de los que hicieron parte dos alcaldes de la ciudad[7], y que terminaron prevaleciendo sobre los intereses generales, como era la construcción de la ciudad moderna, una especie de espejismo al que al parecer aún no hemos arribado.
Bibliografía:
ARCHIVOS
Archivo General de la Nación. Bogotá – (AGN):
Sección República
Fondo: Ministerio de Obras Públicas
Archivo de Bogotá:
Fondo Unidad Administrativa Especial de Catastro
Serie Cédulas Catastrales
FUENTES SECUNDARIAS
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[1] Arquitecta egresada de la Universidad Santo Tomás, Bucaramanga, con Maestría en Historia por la Universidad Industrial de Santander, de Bucaramanga, Colombia. Docente investigadora en la Universidad Santo Tomás de Bucaramanga. Autora del Libro “En cuerpo y alma. Casas bumanguesas. 1778-1966”, Bucaramanga: Editorial UNAB, 2005.
[2] DE LA ROSA, Moisés. Calles de Santa Fe de Bogotá. Bogotá: Ediciones del Concejo, 1938.
[3] Ibíd.
[4] PLATA QUEZADA, William Elvis. Conventos dominicanos que construyeron un país. Bucaramanga: Universidad Santo Tomás, 2010
[5] GARCÍA SAAVEDRA, Buenaventura. O.P. El hijo de la Providencia. Bogotá: Convento de San José, Convento de Santo Domingo, 1972.
[6] CRUZ SANTOS, Abel. “Por qué fue demolido el claustro de Santo Domingo. Prueba irrefutable” En: Boletín de Historia y Antigüedades. 745. Julio de 1981.
[7] RUEDA, Liliana. “Juego de intereses en la demolición del convento y de la Iglesia de Santo Domingo. Bogotá, 1939-1947”. En: Anuario Colombiano de Historia Social y de la Cultura. Vol. 39, No 1, enero-junio, 2012.