Por Bernardo Vasco
Desde el inicio de la conquista y posterior colonización, España fue consciente de la necesidad de proteger la documentación generada en el Nuevo Mundo. A Francisco Pizarro le fue encomendado conformar archivos oficiales y garantizar que tal disposición se siguiera en todas las posesiones peninsulares. A Sebastián de Belalcázar se le ordenó depositar en un arca los “libros y registro de todo aquello relativo al gobierno de la naciente ciudad de Quito”.
En junio de 1540, una vez que pudo resolver las querellas judiciales y los pleitos que tenía en España, Gonzalo Jiménez de Quesada logró que el Consejo de Indias expidiera varias resoluciones para la administración civil y religiosa del territorio que dos o tres años antes él había conquistado. Logró, además, que a Santafé y a Tunja se les otorgaran sendos títulos de ciudad, que se nombraran ocho corregidores y que se tasaran los impuestos sobre el oro que debían pagar los conquistadores.
Tras su regreso al Nuevo Reino de Granada, Jiménez de Quesada promovió que la monarquía aprobara la Real Cédula de Valladolid, del 9 de octubre de 1549, por la cual se les ordenó al presidente y a los oidores de la nueva Audiencia de Santafé de Bogotá la creación de un archivo en arca o aposento de tres llaves “y en él guardasen las cédulas, provisiones y escrituras tocantes a dicha audiencia”. Como consecuencia, la Iglesia decidió organizar también sus propios archivos en los obispados, cabildos catedralicios y parroquias; y lo mismo hicieron las órdenes religiosas. Los escribanos llevaron sus registros, y las cofradías, hospitales y otras corporaciones comenzaron a conservar su documentación.
España dictó para América una muy cuidadosa legislación sobre archivos. En la Recopilación de las Leyes de los Reinos de las Indias se encuentra la ordenanza de Carlos V, que reguló la conservación de las cédulas y provisiones regias en los cabildos municipales, razón por la cual las ciudades americanas organizaron desde el principio sus cedularios, al igual que los libros de actas capitulares.
Hacia 1567, la Real Audiencia y la Cancillería del Nuevo Reino de Granada dispusieron la creación de un archivo para evitar la pérdida de documentos a causa de los continuos incendios que ocurrían en los sitios de su custodia. La referencia documental más antigua sobre el establecimiento de archivos oficiales en Colombia -que se encuentra en el Libro de Acuerdos de la Real Audiencia de Santafé- revela las preocupaciones del virrey Andrés Díaz Venero de Leyva sobre el particular:
“[. . .] y para que en todo haya buena cuenta y razón es necesario que en el aposento susodicho, donde la dicha caja y Tribunal está, se tenga un archivo en el cual estén todos los papeles, cuentas y libros tocantes a la dicha Hacienda Real después que este Reino se descubrió y los que adelante se ofrecieren y hicieren de nuevo, porque de no se haber hecho hasta aquí ha habido grandes inconvenientes y no tan buen recaudo en los dichos papeles y cuentas como convenía, y se han quemado y perdido muchos por estar en buhíos y casas de paja; por tanto su señoría mandaba y mandó a los dichos oficiales Reales, que dentro de seis días, después que les sea notificado, hagan el dicho archivo y le pongan en el dicho aposento, junto con la dicha caja real, para que perpetuamente estén juntos y metan en él, dentro del dicho término, por inventario, todos los papeles, cuentas, recaudas, libros de Hacienda Real que se han hecho en este Reino, después que se descubrió hasta el día de hoy y todo lo demás que fuere menester tocante a la dicha Hacienda Real, y así mandó se les notifique por auto”.
Durante el periodo español en la Nueva Granada, los archivos documentales se consolidaron, en la medida en que se apuntaló la administración colonial. En 1777, el virrey Manuel Antonio Flores encargó que se ordenaran las cédulas reales de los archivos de Gobierno, Contaduría y Tribunal Eclesiástico, dándoles un orden alfabético para tener acceso fácil a su contenido. Esa política se mantuvo hasta poco antes de la Independencia, pero el incendio del palacio Virreinal de Santafé, el 12 de mayo de 1786, significó una pérdida irreparable de ese “corpus documental” de la ciudad. Según lo describió don Primo Groot, en la conflagración “perecieron infinidad de documentos importantes para la historia, sobre todo de la primera época de la conquista del reino de Bogotá y establecimiento de su gobierno en la capital. Hallábase el Virrey en Cartagena […] y el palacio estaba cerrado y sin gente que lo habitara; motivo por el cual no hubo quien advirtiera el incendio sino cuando a media noche las llamas, saliendo sobre los tejados, iluminaban toda la plaza”.
El coronel Domingo Esquiaqui, quien dibujó uno de los primeros planos de Bogotá, dirigió las operaciones de salvamento de los legajos que estaban guardados en el palacio virreinal, ubicado en el costado sur oriental, donde se encuentra ahora el Capitolio Nacional. Groot asegura que “[…] más no valió esto para salvar todos los papeles del archivo, el cual estaba en dos piezas de las que habían invadido las llamas y consumido gran parte de los papeles más interesantes por su antigüedad”. (En su célebre diario, José María Caballero dice que el incendio tardó doce días en extinguirse).
En todo caso, la noticia de la conflagración tuvo efectos inmediatos: en 1800, preocupado por el descuido en que se hallaban los archivos americanos, y en especial los de la Nueva Granada, el Consejo Supremo de las Indias envió un oficio al arzobispado de Santafé para que se custodiaran con celo los documentos y se impidiera su venta como papel viejo. Desafortunadamente, durante el período de la reconquista española (1816-1819), el virrey Juan de Sámano cargó en su fuga los documentos que se salvaron del incendio del palacio virreinal y dispuso que fueran trasladados a Cuba, de donde fueron llevados a España, y hoy se encuentran en el Archivo General de Indias de Sevilla.
La dureza de la Guerra de la Independencia y de las subsiguientes guerras civiles en el siglo XIX consumaron la destrucción de gran parte de los archivos de las provincias neogranadinas y de los archivos municipales de las ciudades, villas y aun de los documentos parroquiales. Al tiempo, una especie de vandalismo estatal con la documentación inició el proceso de destrucción de los archivos coloniales que no habían sido atacados por la polilla y la humedad.
A finales de 1827 la Secretaría de Guerra y Marina, por ejemplo, requirió con urgencia el uso de papel “inútil” de los archivos del antiguo Virreinato y de las secretarías de Estado para la elaboración de cartuchos de bala. La Secretaría del Interior no cumplió con la solicitud, al estimar que tales documentos “han sido considerados por el Gobierno como importantes, no sólo por el mérito de la antigüedad, sino porque ellos pueden suministrar datos curiosos, que si no hacen parte de la historia del país, al menos pueden servir para el estudio de las costumbres y el carácter de nuestros antepasados, así como del procedimiento que seguirán en los diversos ramos de la administración pública”.
Luego de la separación de España, y en proceso de consolidación de la República, el Acuerdo 3 de 1892 estableció que se tuviera una dependencia oficial para guardar y ordenar convenientemente los archivos de Bogotá, que en ese momento se encontraban diseminados en varios edificios públicos. Ordenó, entonces, el establecimiento de una oficina denominada Archivos Municipales, a donde fueron trasladados, bajo inventario, todos los archivos y documentos de los organismos municipales. La dependencia quedó bajo la responsabilidad del alcalde y del secretario municipal, y fue instalada en segundo piso del ángulo nordeste de las antiguas Galerías Arrubla.
Sin embargo, el golpe de gracia para esta documentación oficial vino de la mano del incendio de las galerías, acaecido a las once de la noche del 20 de mayo de 1900. El local donde se inició la catástrofe, denominado Al Progreso, era una sombrerería administrada por el ciudadano alemán Emilio Streicher. Al parecer éste había quebrado y decidió prender fuego al negocio para poder cobrar los seguros sin prever la dimensión de los daños que terminaría causando. Dos siglos y medio de administración colonial quedaron reducidos a cenizas. Al momento de proclamarse la independencia de España, el país contaba con un valioso acervo documental y la ciudad de igual manera conservaba invaluables tesoros en sus archivos, entre ellos el Acta de Fundación de Bogotá, el Acta de la Revolución de 1810 y los irremplazables libros de Actas del Cabildo.
Del incendio fueron salvados dieciocho paquetes que contenían actas de la Junta Municipal de Propios; comprobantes de algunas cuentas relativas a inversiones hechas para el desarrollo de la ciudad desde el año 1595, documentos de la Junta Central de Higiene y acuerdos del Concejo, entre 1887 y 1890.
Al comenzar el siglo XX, buena parte de la historia bogotana estaba esparcida en diferentes lugares y oficinas públicas. En 1933, el secretario del Concejo, Abel Botero, dirigió al alcalde una petición en la que manifestó su deseo de que los documentos de la administración –o algunos de los más importantes y que se encontraban en franco deterioro- pasaran a la Academia Colombiana de Historia. Aunque la sugerencia no fue tomada en cuenta, aquel mismo año se organizó la primera Biblioteca Municipal de Bogotá, y allí fue a parar la documentación oficial de la ciudad. Sin embargo, a pesar de estas disposiciones, hasta bien avanzado el siglo XX, el descuido y las eliminaciones indiscriminadas de los archivos públicos fueron casi la norma predominante en la ciudad. Era evidente el estado de abandono de casi toda la documentación; también la falta de edificios con las condiciones mínimas de almacenamiento, la carencia de un archivo general e histórico, la poca profesionalización del personal que tenía a su cargo los archivos y el volumen gigantesco de documentos para salvar de su destrucción o eliminación arbitraria.
En 1997, la Alcaldía Mayor de Bogotá, con base en el reglamento establecido por el Archivo General de la Nación de Colombia en el año 1992, asumió la misión de superar el atraso de la gestión documental de la ciudad. Con este objetivo emprendió el proceso de constitución de un archivo propio que fuera el ente rector local de la función archivística, además del depositario final de la memoria institucional, representada, en buena parte, por los fondos documentales de carácter histórico producidos en las entidades distritales.
Tras un proceso no exento de dificultades y de retos, el 6 de agosto de 2003 se inauguró el Archivo de Bogotá. Se concibió entonces como centro para la conservación de la memoria de la ciudad, garante de la transparencia y de los derechos ciudadanos y, particularmente, como ente rector del Sistema Distrital de Archivos encargado de promulgar la política que definiría el manejo de la gestión documental en la administración de la ciudad.